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Qué bonito es lo bonito.

No, no murieron las letras. Tampoco la prosa que endulza mis días amargos o el inconfundible perfume de las páginas de un libro usado. Aunque muchos insistan en organizar funerales a las artes, los poetas no han dejado de ser, ni han colgado sus metáforas por falta de público.

No murió la música que me arranca sonrisas, ni la que desata lágrimas que creía bajo control. Esa música sigue ahí, aguardando, como un amante fiel a que yo la escuche sin filtros, sin ruidos, sin prisas. Porque, aunque suene sorprendente, los creadores del arte no han sido devorados por los algoritmos; siguen vivos, obstinadamente vivos.

Que alguien insista en llamar “elles” a quienes siempre fueron “ellos” no borrará jamás la música infinita de la lengua de Cervantes. Aunque, reconozco, hay días en los que me pregunto si ese esfuerzo lingüístico salvará al mundo de sus verdaderos problemas, como el cambio climático o los lunes.

Que el «Conejo Malo» me cante su tragedia existencial sobre pistas electrónicas no eliminará nunca a Freddie Mercury, a Celia Cruz ni a Vivaldi. No hay fuerza en este universo capaz de borrar la grandeza de quien inmortalizó «Bohemian Rhapsody» o el Azúcar de Celia.

Que la M amarilla y sus hamburguesas conquisten cada esquina del planeta no destruirá jamás la creatividad de un chef que transforma un plato en arte. McDonald’s, con todo su mérito en alimentar prisas y presupuestos ajustados, siempre será lo que es: comida rápida, perfecta para cuando no tengo ni tiempo ni ganas de masticar con dignidad.

No, no se ha destruido el buen gusto. Pero, seamos honestos, el mal gusto tiene mucho mejor marketing.

Nunca antes se escribieron y leyeron tantos libros como ahora, aunque buena parte de ellos acaben siendo decoración para fotos de Instagram. Nunca se creó tanta música, tan libre, tan diversa… incluso si hay quienes creen que «originalidad» significa cantar reguetón sobre Bach. Las pinceladas de los artistas de hoy habrían dejado perplejo a Van Gogh, aunque otros prefieran gastar su tiempo pintando paredes públicas con mensajes como “tu ex no te merece”.

La nostalgia me engaña. Es astuta. Me susurra dulcemente que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando convenientemente las guerras, las plagas, y que antes incluso la comida sabía peor.

¿De verdad me hace bien mirar el mundo con este ceño fruncido? ¿Es esa mirada sombría lo que alimenta mi espíritu? ¿Qué pasó con las palabras del Maestro que me invitaban a contemplar las flores del campo, o con el poeta David que veía en las estrellas un mapa de promesas?

¿Por qué dedico tanto tiempo a lo que critico, a lo que me molesta y me desgasta? Si el mundo ya es complejo, ¿por qué sumarle mis propios dramas a la ecuación?

Los noticieros y los alarmistas religiosos nos entrenaron a vivir miserablemente ocupados, convencidos de que lo bonito desapareció, cuando en realidad nunca se ha ido. El problema no es el mundo; soy yo, y mi antena, mal sintonizada.

Necesito entrenar mis ojos para que sepan detenerse ante lo esencial que les suele pasar inadvertido, tal como señaló aquel zorro sabio al Principito. Y entrenar mi espíritu, recordándole seguido las palabras del Alquimista tendido sobre la arena, para aceptar que quizás las calamidades que temo jamás lleguen a tocarme. Porque al final del día, lo simple sigue siendo verdad, y que lo bonito siga siendo bonito.

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