Tanto ellos como los otros suelen ser el blanco de nuestras opiniones: “ellos no saben, ellos no creen, ellos no entienden… ellos, ellos, ellos.” Así suelo ser yo (o nosotros), asumiendo, casi siempre, cosas sobre aquellos. Y digo asumiendo porque entre yo y ellos, o nosotros y los otros (y viceversa), se abre un tenebroso abismo de ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones, miedos, creencias válidas y otras no tanto (dependiendo de quien las crea). Y en medio de este conflicto mental, surge la necesidad de tener la razón y demostrar que mi pensamiento (o el de nosotros) merece ser validado por el asentimiento de ellos (los otros). Y, como ellos esperan lo mismo de nosotros, el abismo se ensancha, los miedos se nutren, las creencias se radicalizan, y tanto nosotros como los otros nos agrupamos en comunidades que confirmen nuestras creencias, ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones y miedos.
Pero… no vayamos tan lejos. A veces los otros están muy cerca. Tan cerca como el otro barrio, el otro lado de la ciudad, la otra familia, el otro color, el otro origen, el otro idioma, el otro partido, el otro equipo, el otro estrato, la otra religión. Y, de este lado, yo contigo y alguien más, creando un “nosotros” para alejarnos de ellos, enfrentarlos o ignorarlos en nombre de “la verdad”. ¿La verdad?
Entonces, un día cualquiera, te acercas a ellos, venciendo tus muchos temores, cargado de prejuicios y armado de argumentos innecesarios… así fue como conocí a Hussain, en un viaje al desierto. Era tan amable y espontáneo como podría serlo Carlos de Bogotá o Rigo de El Salvador. La música alegre de Camila Cabello, que había puesto en honor a nosotros, se interrumpió de pronto por una alerta en su teléfono, recordándole que era la hora de la oración. Una potente voz árabe recitó algo que me era desconocido, pero que se sentía profundamente solemne. Todos en la camioneta guardamos silencio en señal de respeto, y cuando terminó aquella pausa especial, Hussain continuó con la música y su charla extrovertida.
Rumbo a Abu Dhabi, para visitar la Sheikh Zayed Grand Mosque, conocí a mi guía de viaje, Ismail, un tímido inmigrante de Bangladesh. Durante el trayecto de más de una hora desde Dubái, me contó que compartía un pequeño departamento con varios conocidos, ya que debía ahorrar para ayudar a su hijo, quien aún estaba en su país y a quien no había podido ver crecer. Después de una pausa, buscó en su teléfono y me mostró una foto de su muchacho, un chico de no más de 13 años.
Las charlas con Mohamed fueron muchas. Me dijo que lleva más de 15 años viviendo en Dubái. Mohamed, un egipcio que trabajó con nosotros todos estos días, se esforzaba en cada tarea con una responsabilidad envidiable. Mientras esperábamos para firmar unos documentos, compartimos un delicioso café árabe y me habló de su familia; con cierta frustración en la voz, me confesó que, la mayoría de las veces, cuando llega a casa ya sus hijos están dormidos y apenas puede pasar tiempo con ellos. Sus ojos se iluminaron cuando me contó que, después de muchos años, se iría de vacaciones con su esposa y sus chicos a Europa. Y cuando le pregunté por Egipto, sus ojos brillaron aún más. Me dijo que era el país más hermoso del mundo, que la gente era amable, los árboles verdes y las frutas las más sabrosas de toda la tierra.
Luego, ya solo, en esas largas conversaciones que suelo tener conmigo mismo y con Dios, hablamos sobre mí, más que sobre ellos; sobre nosotros, más que sobre los otros. Le pedí perdón por mis torpezas y me comprometí a seguir trabajando, con su ayuda, en mis creencias, mi ignorancia, mis pretensiones, mi ego, mis imbecilidades, mis prejuicios, mis supersticiones y mis miedos.
“Porque no hay diferencia…” (Romanos 10:12)
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