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«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante.» (Paulo Coelho)

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», leí de Coelho en El Alquimista, y la frase se quedó rebotando, casi alocada, en mi cabeza, porque la relacioné con una cita atribuida a Sholem Asch: «Todo hombre necesita de un mundo ideal para poder vivir en el mundo real».

¿Cómo funcionaba ese sueño en mi cabeza? ¿Cuál podría ser la diferencia entre un sueño, una creencia o una fantasía? ¿Y cómo cualquiera de estas podría salvarnos de nuestras propias realidades?

«Baila para mí», leía ahora de Edith Eger en La bailarina de Auschwitz. «Baila para mí» fue la orden macabra de quien llegó a ser conocido como el Ángel de la Muerte. No había música aquella noche —describe Eger, con una elocuencia que sobrepasa el poder de cualquier imagen física—. No había escenario, no había más público que la sombra de una humanidad perdida. Sin embargo, Edith cerró los ojos, y en ese momento, algo milagroso sucedió en un campo de exterminio en Auschwitz.

La oscuridad se transformó. Donde había barro, su mente dibujó un suelo brillante. Las luces del reflector se encendieron en su mente. El aire se llenó del aplauso de una multitud que solo ella podía escuchar. Sus pies, desnudos y heridos, dejaron de sentir el frío para moverse al ritmo de una melodía que nadie más podía oír. Era un mundo ideal, creado dentro de su mente, pero tan real que, por un instante, incluso la muerte parecía detenerse para mirar.

Según Edith, refugiarse en ese mundo no fue un simple escape. Fue un acto de resistencia. Mientras los demás veían a una prisionera danzando frente a Josef Mengele, ella se veía a sí misma triunfando en un escenario de esperanza. Y, en ese instante, comprendió algo que no podría articular hasta muchos años después: su imaginación no era su debilidad; era su fortaleza, su salvación.

Ya en el suelo texano de América, intentando huir de su horrenda historia, leyó las palabras de Viktor Frankl y supo que su mundo ideal había sido la clave para sobrevivir al real. Frankl, en su búsqueda de sentido, había aprendido que, en los momentos más oscuros, la mente puede ser un refugio, un hogar donde la esperanza florece, incluso cuando todo lo demás muere.

¿Quién tiene derecho a matar los sueños, creencias o fantasías de alguien que se refugia en su mente para sobrevivir? ¿Por qué el afán de convencer a otros de lo equivocado (según nosotros) para imponerles, quizás, nuestra propia fantasía, sueño o creencia?

Años más tarde, en el calor de una sala de conferencias, Edith Eger se encontró cara a cara con Frankl. Sus ojos, cargados de historias, revelaban cicatrices que el tiempo no logró borrar. Ambos sabían lo que era caminar al borde de la aniquilación y decidir, a pesar de todo, vivir. Pero no solo vivir: construir un puente para otros. Porque, como Sholem escribió, ese mundo ideal que salvó a Edith también podría salvar a otros.

Así como José —¿lo recuerdas?—, quien, en su celda, rodeado por la traición y el olvido, interpretó los sueños ajenos aun cuando no era capaz de descifrar el suyo. No fue, quizás, un gesto de altruismo puro ni una estrategia calculada. Fue su manera de sostener el mundo ideal que llevaba dentro. Y, al hacerlo, descubrió el camino hacia el suyo propio.

Edith bailó, José soñó, Viktor escribió. Cada uno, en su propio infierno, abrazó un mundo que no solo los sostuvo a ellos, sino que ahora sostiene a quienes se atreven a mirar más allá del dolor. Porque, al final, no importa cuán rota esté nuestra realidad; mientras tengamos un mundo ideal en el cual refugiarnos, siempre podremos encontrar la fuerza para reconstruirla.

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Los otros…

Tanto ellos como los otros suelen ser el blanco de nuestras opiniones: “ellos no saben, ellos no creen, ellos no entienden… ellos, ellos, ellos.” Así suelo ser yo (o nosotros), asumiendo, casi siempre, cosas sobre aquellos. Y digo asumiendo porque entre yo y ellos, o nosotros y los otros (y viceversa), se abre un tenebroso abismo de ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones, miedos, creencias válidas y otras no tanto (dependiendo de quien las crea). Y en medio de este conflicto mental, surge la necesidad de tener la razón y demostrar que mi pensamiento (o el de nosotros) merece ser validado por el asentimiento de ellos (los otros). Y, como ellos esperan lo mismo de nosotros, el abismo se ensancha, los miedos se nutren, las creencias se radicalizan, y tanto nosotros como los otros nos agrupamos en comunidades que confirmen nuestras creencias, ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones y miedos.

Pero… no vayamos tan lejos. A veces los otros están muy cerca. Tan cerca como el otro barrio, el otro lado de la ciudad, la otra familia, el otro color, el otro origen, el otro idioma, el otro partido, el otro equipo, el otro estrato, la otra religión. Y, de este lado, yo contigo y alguien más, creando un “nosotros” para alejarnos de ellos, enfrentarlos o ignorarlos en nombre de “la verdad”. ¿La verdad?

Entonces, un día cualquiera, te acercas a ellos, venciendo tus muchos temores, cargado de prejuicios y armado de argumentos innecesarios… así fue como conocí a Hussain, en un viaje al desierto. Era tan amable y espontáneo como podría serlo Carlos de Bogotá o Rigo de El Salvador. La música alegre de Camila Cabello, que había puesto en honor a nosotros, se interrumpió de pronto por una alerta en su teléfono, recordándole que era la hora de la oración. Una potente voz árabe recitó algo que me era desconocido, pero que se sentía profundamente solemne. Todos en la camioneta guardamos silencio en señal de respeto, y cuando terminó aquella pausa especial, Hussain continuó con la música y su charla extrovertida.

Rumbo a Abu Dhabi, para visitar la Sheikh Zayed Grand Mosque, conocí a mi guía de viaje, Ismail, un tímido inmigrante de Bangladesh. Durante el trayecto de más de una hora desde Dubái, me contó que compartía un pequeño departamento con varios conocidos, ya que debía ahorrar para ayudar a su hijo, quien aún estaba en su país y a quien no había podido ver crecer. Después de una pausa, buscó en su teléfono y me mostró una foto de su muchacho, un chico de no más de 13 años.

Las charlas con Mohamed fueron muchas. Me dijo que lleva más de 15 años viviendo en Dubái. Mohamed, un egipcio que trabajó con nosotros todos estos días, se esforzaba en cada tarea con una responsabilidad envidiable. Mientras esperábamos para firmar unos documentos, compartimos un delicioso café árabe y me habló de su familia; con cierta frustración en la voz, me confesó que, la mayoría de las veces, cuando llega a casa ya sus hijos están dormidos y apenas puede pasar tiempo con ellos. Sus ojos se iluminaron cuando me contó que, después de muchos años, se iría de vacaciones con su esposa y sus chicos a Europa. Y cuando le pregunté por Egipto, sus ojos brillaron aún más. Me dijo que era el país más hermoso del mundo, que la gente era amable, los árboles verdes y las frutas las más sabrosas de toda la tierra.

Luego, ya solo, en esas largas conversaciones que suelo tener conmigo mismo y con Dios, hablamos sobre mí, más que sobre ellos; sobre nosotros, más que sobre los otros. Le pedí perdón por mis torpezas y me comprometí a seguir trabajando, con su ayuda, en mis creencias, mi ignorancia, mis pretensiones, mi ego, mis imbecilidades, mis prejuicios, mis supersticiones y mis miedos.

“Porque no hay diferencia…” (Romanos 10:12)