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Sillas vacías…

¿Qué hacemos cuando la pérdida no deja espacio para la compensación? Hay pérdidas que no tienen reparación, que no se resuelven como un rompecabezas al que solo le falta una pieza. Hay pérdidas que nos atraviesan como un cuchillo filoso y dejan una herida que no cierra. Victor Küppers hablaba de esta diferencia entre situaciones y dramas: las primeras pueden enfrentarse y solucionarse; los segundos, en cambio, se viven, se enfrentan y se atraviesan. 

La vida tiene esa costumbre, a veces cruel, de enseñarnos sobre la pérdida de las maneras más simples y devastadoras. Recuerdo ver a mi hijo esconder la sonrisa al perder su primer diente, avergonzado por el espacio que le dejaba expuesto. Fue como si el mundo le hubiese quitado algo que nunca volvería a ser igual. Y sin embargo, días después, cuando llegó el primer diente nuevo, su sonrisa se iluminó aún más. Ese primer encuentro con la pérdida dolorosa nos muestra que, a menudo, lo que se va puede ser reemplazado, compensado, o incluso transformado en algo mejor.

Viktor Frankl hablaba del sufrimiento como un terreno donde el hombre puede encontrar propósito, pero también reconocía que hay dolores que se convierten en sombras permanentes. La pérdida de un ser amado, por ejemplo, no encuentra soluciones en palabras ni en tiempo. La abuela solía decir que la ausencia del abuelo era como una silla vacía en la mesa: siempre ahí, siempre recordándonos que falta alguien. Esa es la esencia de las pérdidas aniquiladoras: no se compensan, se sobreviven.

Mario Alonso Puig afirma que nuestra percepción de la realidad define nuestras emociones. Y es cierto, porque no es solo lo que perdemos, sino cómo lo interpretamos, lo que determina si seguimos adelante o quedamos atrapados en el dolor. 

Existe esa pérdida dolorosa compensada, como la de una mujer que pierde su trabajo y, tras un tiempo de incertidumbre, decide abrir su propio negocio, hallando en ese proceso una fuerza que desconocía. O el hombre que pierde su juventud viendo cómo las arrugas toman su rostro, pero que compensa ese vacío con sabiduría, con historias que antes no tenía para contar. Estas son pérdidas que nos enseñan, nos moldean. Pero ¿y qué hay de las otras? ¿Qué hay de la madre que pierde a un hijo en un accidente, o a todos ellos? ¿Qué palabras pueden llenar ese vacío? Ninguna. Ese tipo de pérdidas se viven desde un silencio que grita, más allá del acompañamiento o el soporte de quienes le rodean.

Las pérdidas dolorosas son como nubes que oscurecen el día, pero dejan pasar algo de luz. Las aniquiladoras, en cambio, son tormentas que arrasan todo a su paso, por lo que, no se trata de olvidar, porque hay cosas que no se olvidan. Se trata de aprender a convivir con la ausencia, de encontrar un nuevo equilibrio donde el vacío ya no sea el centro de nuestra vida.

Quizá por ello escribo esto en primera persona, porque quiero que quien lo lea se sienta acompañado, como si nos sentáramos juntos a tomar un café y hablar de lo que nos duele. Las pérdidas no nos hacen menos humanos; al contrario, nos conectan en nuestra vulnerabilidad. Como dijo Frankl, el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido. Tal vez ese sentido sea simplemente saber que no estamos solos, que otros también han sobrevivido lo que pensamos que nos destruiría.

Y así, mientras escribo, pienso en las personas que han perdido todo, en quienes han sentido que no pueden más. A ellos les digo: no se trata de levantarse todos los días con esperanza, porque hay días en que la esperanza simplemente no está. Se trata de levantarse. Solo eso. Y, poco a poco, aprender a convivir con la ausencia, con las sillas vacías, con el hueco que deja lo que ya no está. Porque al final, la vida no se mide por lo que perdemos, sino por lo que hacemos con lo que nos queda.

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¿Existe la verdad acerca de la verdad?

Creo que existe. Pienso que la verdad es verdad más allá de las opiniones, pues en el fondo, a la verdad no le importa la opinión, porque a fin de cuentas no se sostiene en ella o de ella. Las frutas no dejan de caer de los árboles porque un gran grupo de personas dejen de creer en la Ley de la Gravedad, pues la Gravedad no depende de la opinión o de las discusiones acerca de ella.

¿Pelear por la verdad o en nombre de ella? No recuerdo una época en mi vida en la que no fuera así. Crecí en un ambiente empeñado en defender la verdad, una especie de guerra inacabable en nombre de la verdad.

Por ejemplo, los defensores de la “Revolución de Fidel” parecían vivir para ello. Cada discurso, cada libro, cada canción existía en función de defender “la verdad”, incluso bajo las promesas de morir, si fuese necesario. Y del otro lado estaban siempre los equivocados, los malos, lo que no entienden ni aprecian “la verdad”.

En la Iglesia no era diferente, los estudios de la Biblia, las clases, los manuales, todo existía en función de defender “la verdad”. Los testimonios de aquellos “guerreros” se anunciaban en público cada semana, con emotivas señales de apoyo tras contar como le habían ganado a otro cristiano destruyendo sus argumentos o ridiculizándole con una Biblia en la mano, y todo en nombre de “la verdad”.

Pero… ¿Defendemos la verdad, o defendemos tener la razón?

Es probable que ya estés pensando que soy un relativista, y que pienso que no existe tal cosa como la verdad. Pero quiero decirte que creo en la verdad, creo que existe la verdad, así como creo que la tierra es redonda más allá de las opiniones de los terraplanistas.

Solo que no creo que la gente defienda la verdad, creo que la gente (o sea nosotros) defiende el tener la razón. Y como dice Eckhart Tolle “no hay nada que fortalezca más el ego que tener la razón”, y como nuestro ego es adicto a la grandeza, necesita ganar una y otra vez para sentirse superior. Entonces nuestro orgullo ególatra se disfraza y nos convence a nosotros mismos y a los otros, de que mi pelea no es puro y duro orgullo, sino que es para defender “la verdad” ya sea de Dios o de los más elevados ideales, así que eso hasta nos convierte en personas aparentemente nobles.

¿Sobre la verdad? Realmente pienso que sobre la verdad tenemos opiniones, y siempre que no perdamos eso de vista vamos a tener conversaciones extraordinariamente enriquecedoras. Cosa que no suele suceder porque nuestro ego nos convenció de que nuestra opinión es la verdad, y por ello solo tenemos conversaciones tranquilas con aquellos que comparten nuestra opinión (a la que le llamamos verdad).

Es muy tentador para mi ego llegar a creer firmemente que mi opinión sobre la verdad es de hecho la verdad, y para no perderlo de vista intento recordar aquel sabio dicho budista: “El dedo que apunta la luna, no es la luna”

YGC