Silenciado…

… Y le dijeron: — Habla.
Él quería hablar, disfrutaba hacerlo, y pensaba (muy para sí) que tenía cosas para decir; así que cuando le dijeron: “habla” pensó (ingenuamente) que podía hacerlo.
Entones se preparó. Leyó libros, muchos y diversos.
Hizo oraciones, largas y cortas.
Tomó cursos buenos, y otros no tanto.
Experimentaba esa mezcla entusiasta de nerviosismo y felicidad ante lo nuevo.
Entonces quien le dijo “habla” le pasó un discurso. Sí, así como lo lees, un discurso escrito por alguien, por otro, por un alguien, no sé si inteligente, pero con certeza poderoso, de esos apoderados del poder que suelen escribir discursos. … Y le dijo: —¡Habla!
Entonces ya no se sintió como una invitación, era lo más parecido a una orden.
Y él quedó debatiéndose entre lo que soñaba decir (ser) y lo que podría ser, según algunos, una oportunidad.
… Y volvió a decirle: —Habla (con voz casi angelical pero muy serio)…
Y él tomó el discurso, regresó a su casa, lo memorizó, cambió palabras sin cambiar ideas, y quienes escribían los discursos estaban tan felices, y le enviaban flores y le decían que llegaría muy lejos (quizás al lugar de los poderosos que escribían discursos)… solo que él nunca más habló, solo repetía discursos ajenos, y olvidó sus sueños, y se acomodó en y a los otros… y dejó de hablar y se conformó con repetir.

PD. No permitas que te suceda, sigue escribiendo tus discursos y atrévete a decirlo.

YGC

La Silla de Gibara.

… Mi universo, quizás pequeño, o básico para aquel que se siente vacío a pesar de haber llenado el suyo con lo mucho que hay para llenar.

Eso mucho que tiene que ver con cosas, sensaciones y lugares, pero tiene poco que ver con lo importante.
Ese vasto universo mío que me asombraba con solo pararme en la casa de La Loma y mirar una vez más aquella montaña a la que llamaban La silla de Gibara, y asombrarme nuevamente al preguntarme por qué siempre se veía gris o casi azul, cuando los árboles de mi patio eran verdes.

O por qué la lluvia siempre venía desde allá como una cascada que avanzaba desesperada sobre nuestras casitas de madera.
O por qué tenía ese nombre, porque para ser silla debía al menos tener cuatro patas, así como las viejas y poco sólidas sillas de la salita de mi casa. (Porque en ese entonces nadie me había dicho que a la montura del caballo también le llamaban silla).
Y quién podría decir que era de Gibara, si esa ciudad estaba muy lejos, allá del otro lado del mar, hacia el lado opuesto de aquella mi montaña favorita.

Y yo filosofaba sobre qué, por qué y para qué, y las respuestas de mi diálogo interno me entusiasmaban con historias fantásticas llenas de posibilidades.

Y me paraba sobre La Loma, allá en La Esperanza, y me sentía como quizás se sentía El Principito parado sobre su asteroide B-612, imaginando a dónde irían aquellos pájaros que regresaban en bandadas al atardecer, buscando lugar para dormir en los manglares, o por qué los patos peleaban con las alas en lugar de hacerlo con las patas así como lo hacían los gallos de pelea del abuelo.

Mi universo era demasiado grande como para necesitar más, mi curiosidad mucha al investigar por qué las hojas del caimito eran verdes de un lado y carmelitas del otro, o por qué las lagartijas cambiaban de color cuando se sentían perseguidas por nuestras trampas; y el asombro que me generaba aquel pañuelo de colores que salía de su garganta cuando intentaban llamar la atención de otra lagartija.

Porque a mi mente le era ajeno el necesito, el no tengo, el por qué ellos sí y yo no…

Entonces me hice  adulto…

 

YGC

Para la sopa cuchara, y para el arroz tenedor.

—Mantén la boca cerrada al masticar.

—No hables con la boca llena.

—Para la sopa cuchara y para el arroz tenedor.

Esas fueron las simples reglas de mamá.
Y todo iba bien hasta que crecí, y la complejidad comenzó a absorber a la simplicidad. El ser adulto venía acompañado con un enorme bulto de modos y formas que algunos le llamaban respeto, otros, buen gusto, y algunos, educación.

Una familia con cierto aire aristocrático y mucha tensión en los músculos faciales me invitó a cenar. De repente me vi frente a un mar de tenedores, cucharas y cuchillos.

Mamá me había educado para comer y disfrutar de la comida, pero mi forma respetuosa, pulcra y cortés en ciertos círculos no eran suficientes… y sentí que en aquella mesa lo más importante no era comer, sino especializarse en la forma de hacerlo, no se trataba de cuánto pudiera saborear el plato (con porciones muy pequeñas de hecho) sino de exigir los modos y la destreza de conocer los nombres y el orden en el protocolo. Parecía que la comida pasaba a un segundo plano, era una especie de excusa para sentarse a la mesa, porque el protocolo se había robado toda la atención.

Y quise nuevamente ser niño, y regirme por las reglas simples de mamá…

¿Qué nos sucede al crecer?

¿No sería mejor simplificar en lugar de complicar?

¿Realmente crecemos… o…?

YGC

Mi otro yo…

Hoy me encontré con mi otro “yo”. Me saludó tan amable como suele ser, espontáneo y positivo. Y sentí envidia de “él”…

Sí, ya me han dicho que es un sentimiento negativo y hasta nefasto, pero simplemente no pude eviatrlo.

Recuerdo cuando “él” era “yo”, cuando mi mirada apuntaba al futuro, cuando no tenía nada pero sentía que podía alcanzarlo todo. Y lo hice, lo alcancé, llegué a donde quería… pero el proceso me transformó en quien soy hoy… tengo lo que quería pero ya no soy “él”. Construí una vida, quizás “perfecta”, que se ha convertido en la pared mas gruesa que me aísla de quien era; un trabajo ideal que me ha comprometido socialmente, y no me permite disfrutar lo que antes quise…

Hoy soy el “yo perfecto”, amoldado por las circunstancias y transformado, domado, amaestrado… queriendo volver a ser “él”, pero paralizado, estático y cuasi inerte…

Leí que alguien, alguna vez, dijo que no era otra cosa que la “crisis de la segunda adolescencia”. Pero… ¿y si no le es? ¿Y si sólo soy… un infeliz?