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Sillas vacías…

¿Qué hacemos cuando la pérdida no deja espacio para la compensación? Hay pérdidas que no tienen reparación, que no se resuelven como un rompecabezas al que solo le falta una pieza. Hay pérdidas que nos atraviesan como un cuchillo filoso y dejan una herida que no cierra. Victor Küppers hablaba de esta diferencia entre situaciones y dramas: las primeras pueden enfrentarse y solucionarse; los segundos, en cambio, se viven, se enfrentan y se atraviesan. 

La vida tiene esa costumbre, a veces cruel, de enseñarnos sobre la pérdida de las maneras más simples y devastadoras. Recuerdo ver a mi hijo esconder la sonrisa al perder su primer diente, avergonzado por el espacio que le dejaba expuesto. Fue como si el mundo le hubiese quitado algo que nunca volvería a ser igual. Y sin embargo, días después, cuando llegó el primer diente nuevo, su sonrisa se iluminó aún más. Ese primer encuentro con la pérdida dolorosa nos muestra que, a menudo, lo que se va puede ser reemplazado, compensado, o incluso transformado en algo mejor.

Viktor Frankl hablaba del sufrimiento como un terreno donde el hombre puede encontrar propósito, pero también reconocía que hay dolores que se convierten en sombras permanentes. La pérdida de un ser amado, por ejemplo, no encuentra soluciones en palabras ni en tiempo. La abuela solía decir que la ausencia del abuelo era como una silla vacía en la mesa: siempre ahí, siempre recordándonos que falta alguien. Esa es la esencia de las pérdidas aniquiladoras: no se compensan, se sobreviven.

Mario Alonso Puig afirma que nuestra percepción de la realidad define nuestras emociones. Y es cierto, porque no es solo lo que perdemos, sino cómo lo interpretamos, lo que determina si seguimos adelante o quedamos atrapados en el dolor. 

Existe esa pérdida dolorosa compensada, como la de una mujer que pierde su trabajo y, tras un tiempo de incertidumbre, decide abrir su propio negocio, hallando en ese proceso una fuerza que desconocía. O el hombre que pierde su juventud viendo cómo las arrugas toman su rostro, pero que compensa ese vacío con sabiduría, con historias que antes no tenía para contar. Estas son pérdidas que nos enseñan, nos moldean. Pero ¿y qué hay de las otras? ¿Qué hay de la madre que pierde a un hijo en un accidente, o a todos ellos? ¿Qué palabras pueden llenar ese vacío? Ninguna. Ese tipo de pérdidas se viven desde un silencio que grita, más allá del acompañamiento o el soporte de quienes le rodean.

Las pérdidas dolorosas son como nubes que oscurecen el día, pero dejan pasar algo de luz. Las aniquiladoras, en cambio, son tormentas que arrasan todo a su paso, por lo que, no se trata de olvidar, porque hay cosas que no se olvidan. Se trata de aprender a convivir con la ausencia, de encontrar un nuevo equilibrio donde el vacío ya no sea el centro de nuestra vida.

Quizá por ello escribo esto en primera persona, porque quiero que quien lo lea se sienta acompañado, como si nos sentáramos juntos a tomar un café y hablar de lo que nos duele. Las pérdidas no nos hacen menos humanos; al contrario, nos conectan en nuestra vulnerabilidad. Como dijo Frankl, el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido. Tal vez ese sentido sea simplemente saber que no estamos solos, que otros también han sobrevivido lo que pensamos que nos destruiría.

Y así, mientras escribo, pienso en las personas que han perdido todo, en quienes han sentido que no pueden más. A ellos les digo: no se trata de levantarse todos los días con esperanza, porque hay días en que la esperanza simplemente no está. Se trata de levantarse. Solo eso. Y, poco a poco, aprender a convivir con la ausencia, con las sillas vacías, con el hueco que deja lo que ya no está. Porque al final, la vida no se mide por lo que perdemos, sino por lo que hacemos con lo que nos queda.

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¿Cuantos años tienes?

¿Cuántos años tienes? La pregunta es simple, a veces indiscreta, curiosa, casi automática.
Y la respuesta, casi siempre, nos lleva al calendario de lo vivido: “Tengo x años”.
Pero… ¿realmente los tienes? Pensálo. 💭💭💭 Esos años ya no están contigo; no los tienes. Son solo recuerdos, ecos de lo que fuiste. No están, se fueron, y sin duda alguna, no volverán.

Entonces, ¿cuántos años tienes? 🤔
Pues los que quedan, los que están hacia adelante, los que aún tienes por vivir.

El detalle está en que nunca sabes cuántos son, porque no están sujetos a tu fe, ni a tu salud, ni a tu actitud positiva. Simplemente no lo sabemos, y eso definitivamente revaloriza nuestro ahora, este instante, porque es justamente nuestro ahora lo único que realmente tenemos en cuestiones de tiempo.

Es aquí donde todo sucede, donde todo cobra sentido. “Nada existe fuera del ahora”, decía Eckhart Tolle.

Lo que hace precioso al tiempo no es cuánto queda, sino el hecho de no saberlo. Esa incertidumbre lo llena de magia, de urgencia, de propósito.

¿Y si dejas de medir los años por lo que ya pasó y comienzas a medirlos por la vida que cabe en cada momento? No se trata de cuánto tiempo tenemos, sino de cuánta presencia somos capaces de darle a este instante.

Pues, aunque el genial García Márquez decía que la vida no se trata de lo que vivimos, sino de cómo la recordamos y cómo la recordamos para contarla, tal vez la vida tampoco se mide por el tiempo acumulado, o los recuerdos, sino en la profundidad con la que vivimos el momento que se nos da.

¿Recuerdas a Jesús? Él solía decir: Miren las flores del campo… el Reino está aquí… y tú, Marta, no te afanes por mañana.

¿Qué pasaría si te atrevieras a hacer de este instante un refugio, un eterno presente? ¿Y si te atreves a vivir este instante como si fuera tu único y verdadero tiempo?

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Qué bonito es lo bonito.

No, no murieron las letras. Tampoco la prosa que endulza mis días amargos o el inconfundible perfume de las páginas de un libro usado. Aunque muchos insistan en organizar funerales a las artes, los poetas no han dejado de ser, ni han colgado sus metáforas por falta de público.

No murió la música que me arranca sonrisas, ni la que desata lágrimas que creía bajo control. Esa música sigue ahí, aguardando, como un amante fiel a que yo la escuche sin filtros, sin ruidos, sin prisas. Porque, aunque suene sorprendente, los creadores del arte no han sido devorados por los algoritmos; siguen vivos, obstinadamente vivos.

Que alguien insista en llamar “elles” a quienes siempre fueron “ellos” no borrará jamás la música infinita de la lengua de Cervantes. Aunque, reconozco, hay días en los que me pregunto si ese esfuerzo lingüístico salvará al mundo de sus verdaderos problemas, como el cambio climático o los lunes.

Que el «Conejo Malo» me cante su tragedia existencial sobre pistas electrónicas no eliminará nunca a Freddie Mercury, a Celia Cruz ni a Vivaldi. No hay fuerza en este universo capaz de borrar la grandeza de quien inmortalizó «Bohemian Rhapsody» o el Azúcar de Celia.

Que la M amarilla y sus hamburguesas conquisten cada esquina del planeta no destruirá jamás la creatividad de un chef que transforma un plato en arte. McDonald’s, con todo su mérito en alimentar prisas y presupuestos ajustados, siempre será lo que es: comida rápida, perfecta para cuando no tengo ni tiempo ni ganas de masticar con dignidad.

No, no se ha destruido el buen gusto. Pero, seamos honestos, el mal gusto tiene mucho mejor marketing.

Nunca antes se escribieron y leyeron tantos libros como ahora, aunque buena parte de ellos acaben siendo decoración para fotos de Instagram. Nunca se creó tanta música, tan libre, tan diversa… incluso si hay quienes creen que «originalidad» significa cantar reguetón sobre Bach. Las pinceladas de los artistas de hoy habrían dejado perplejo a Van Gogh, aunque otros prefieran gastar su tiempo pintando paredes públicas con mensajes como “tu ex no te merece”.

La nostalgia me engaña. Es astuta. Me susurra dulcemente que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando convenientemente las guerras, las plagas, y que antes incluso la comida sabía peor.

¿De verdad me hace bien mirar el mundo con este ceño fruncido? ¿Es esa mirada sombría lo que alimenta mi espíritu? ¿Qué pasó con las palabras del Maestro que me invitaban a contemplar las flores del campo, o con el poeta David que veía en las estrellas un mapa de promesas?

¿Por qué dedico tanto tiempo a lo que critico, a lo que me molesta y me desgasta? Si el mundo ya es complejo, ¿por qué sumarle mis propios dramas a la ecuación?

Los noticieros y los alarmistas religiosos nos entrenaron a vivir miserablemente ocupados, convencidos de que lo bonito desapareció, cuando en realidad nunca se ha ido. El problema no es el mundo; soy yo, y mi antena, mal sintonizada.

Necesito entrenar mis ojos para que sepan detenerse ante lo esencial que les suele pasar inadvertido, tal como señaló aquel zorro sabio al Principito. Y entrenar mi espíritu, recordándole seguido las palabras del Alquimista tendido sobre la arena, para aceptar que quizás las calamidades que temo jamás lleguen a tocarme. Porque al final del día, lo simple sigue siendo verdad, y que lo bonito siga siendo bonito.

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«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante.» (Paulo Coelho)

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», leí de Coelho en El Alquimista, y la frase se quedó rebotando, casi alocada, en mi cabeza, porque la relacioné con una cita atribuida a Sholem Asch: «Todo hombre necesita de un mundo ideal para poder vivir en el mundo real».

¿Cómo funcionaba ese sueño en mi cabeza? ¿Cuál podría ser la diferencia entre un sueño, una creencia o una fantasía? ¿Y cómo cualquiera de estas podría salvarnos de nuestras propias realidades?

«Baila para mí», leía ahora de Edith Eger en La bailarina de Auschwitz. «Baila para mí» fue la orden macabra de quien llegó a ser conocido como el Ángel de la Muerte. No había música aquella noche —describe Eger, con una elocuencia que sobrepasa el poder de cualquier imagen física—. No había escenario, no había más público que la sombra de una humanidad perdida. Sin embargo, Edith cerró los ojos, y en ese momento, algo milagroso sucedió en un campo de exterminio en Auschwitz.

La oscuridad se transformó. Donde había barro, su mente dibujó un suelo brillante. Las luces del reflector se encendieron en su mente. El aire se llenó del aplauso de una multitud que solo ella podía escuchar. Sus pies, desnudos y heridos, dejaron de sentir el frío para moverse al ritmo de una melodía que nadie más podía oír. Era un mundo ideal, creado dentro de su mente, pero tan real que, por un instante, incluso la muerte parecía detenerse para mirar.

Según Edith, refugiarse en ese mundo no fue un simple escape. Fue un acto de resistencia. Mientras los demás veían a una prisionera danzando frente a Josef Mengele, ella se veía a sí misma triunfando en un escenario de esperanza. Y, en ese instante, comprendió algo que no podría articular hasta muchos años después: su imaginación no era su debilidad; era su fortaleza, su salvación.

Ya en el suelo texano de América, intentando huir de su horrenda historia, leyó las palabras de Viktor Frankl y supo que su mundo ideal había sido la clave para sobrevivir al real. Frankl, en su búsqueda de sentido, había aprendido que, en los momentos más oscuros, la mente puede ser un refugio, un hogar donde la esperanza florece, incluso cuando todo lo demás muere.

¿Quién tiene derecho a matar los sueños, creencias o fantasías de alguien que se refugia en su mente para sobrevivir? ¿Por qué el afán de convencer a otros de lo equivocado (según nosotros) para imponerles, quizás, nuestra propia fantasía, sueño o creencia?

Años más tarde, en el calor de una sala de conferencias, Edith Eger se encontró cara a cara con Frankl. Sus ojos, cargados de historias, revelaban cicatrices que el tiempo no logró borrar. Ambos sabían lo que era caminar al borde de la aniquilación y decidir, a pesar de todo, vivir. Pero no solo vivir: construir un puente para otros. Porque, como Sholem escribió, ese mundo ideal que salvó a Edith también podría salvar a otros.

Así como José —¿lo recuerdas?—, quien, en su celda, rodeado por la traición y el olvido, interpretó los sueños ajenos aun cuando no era capaz de descifrar el suyo. No fue, quizás, un gesto de altruismo puro ni una estrategia calculada. Fue su manera de sostener el mundo ideal que llevaba dentro. Y, al hacerlo, descubrió el camino hacia el suyo propio.

Edith bailó, José soñó, Viktor escribió. Cada uno, en su propio infierno, abrazó un mundo que no solo los sostuvo a ellos, sino que ahora sostiene a quienes se atreven a mirar más allá del dolor. Porque, al final, no importa cuán rota esté nuestra realidad; mientras tengamos un mundo ideal en el cual refugiarnos, siempre podremos encontrar la fuerza para reconstruirla.

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Los otros…

Tanto ellos como los otros suelen ser el blanco de nuestras opiniones: “ellos no saben, ellos no creen, ellos no entienden… ellos, ellos, ellos.” Así suelo ser yo (o nosotros), asumiendo, casi siempre, cosas sobre aquellos. Y digo asumiendo porque entre yo y ellos, o nosotros y los otros (y viceversa), se abre un tenebroso abismo de ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones, miedos, creencias válidas y otras no tanto (dependiendo de quien las crea). Y en medio de este conflicto mental, surge la necesidad de tener la razón y demostrar que mi pensamiento (o el de nosotros) merece ser validado por el asentimiento de ellos (los otros). Y, como ellos esperan lo mismo de nosotros, el abismo se ensancha, los miedos se nutren, las creencias se radicalizan, y tanto nosotros como los otros nos agrupamos en comunidades que confirmen nuestras creencias, ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones y miedos.

Pero… no vayamos tan lejos. A veces los otros están muy cerca. Tan cerca como el otro barrio, el otro lado de la ciudad, la otra familia, el otro color, el otro origen, el otro idioma, el otro partido, el otro equipo, el otro estrato, la otra religión. Y, de este lado, yo contigo y alguien más, creando un “nosotros” para alejarnos de ellos, enfrentarlos o ignorarlos en nombre de “la verdad”. ¿La verdad?

Entonces, un día cualquiera, te acercas a ellos, venciendo tus muchos temores, cargado de prejuicios y armado de argumentos innecesarios… así fue como conocí a Hussain, en un viaje al desierto. Era tan amable y espontáneo como podría serlo Carlos de Bogotá o Rigo de El Salvador. La música alegre de Camila Cabello, que había puesto en honor a nosotros, se interrumpió de pronto por una alerta en su teléfono, recordándole que era la hora de la oración. Una potente voz árabe recitó algo que me era desconocido, pero que se sentía profundamente solemne. Todos en la camioneta guardamos silencio en señal de respeto, y cuando terminó aquella pausa especial, Hussain continuó con la música y su charla extrovertida.

Rumbo a Abu Dhabi, para visitar la Sheikh Zayed Grand Mosque, conocí a mi guía de viaje, Ismail, un tímido inmigrante de Bangladesh. Durante el trayecto de más de una hora desde Dubái, me contó que compartía un pequeño departamento con varios conocidos, ya que debía ahorrar para ayudar a su hijo, quien aún estaba en su país y a quien no había podido ver crecer. Después de una pausa, buscó en su teléfono y me mostró una foto de su muchacho, un chico de no más de 13 años.

Las charlas con Mohamed fueron muchas. Me dijo que lleva más de 15 años viviendo en Dubái. Mohamed, un egipcio que trabajó con nosotros todos estos días, se esforzaba en cada tarea con una responsabilidad envidiable. Mientras esperábamos para firmar unos documentos, compartimos un delicioso café árabe y me habló de su familia; con cierta frustración en la voz, me confesó que, la mayoría de las veces, cuando llega a casa ya sus hijos están dormidos y apenas puede pasar tiempo con ellos. Sus ojos se iluminaron cuando me contó que, después de muchos años, se iría de vacaciones con su esposa y sus chicos a Europa. Y cuando le pregunté por Egipto, sus ojos brillaron aún más. Me dijo que era el país más hermoso del mundo, que la gente era amable, los árboles verdes y las frutas las más sabrosas de toda la tierra.

Luego, ya solo, en esas largas conversaciones que suelo tener conmigo mismo y con Dios, hablamos sobre mí, más que sobre ellos; sobre nosotros, más que sobre los otros. Le pedí perdón por mis torpezas y me comprometí a seguir trabajando, con su ayuda, en mis creencias, mi ignorancia, mis pretensiones, mi ego, mis imbecilidades, mis prejuicios, mis supersticiones y mis miedos.

“Porque no hay diferencia…” (Romanos 10:12)

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¿Existe la verdad acerca de la verdad?

Creo que existe. Pienso que la verdad es verdad más allá de las opiniones, pues en el fondo, a la verdad no le importa la opinión, porque a fin de cuentas no se sostiene en ella o de ella. Las frutas no dejan de caer de los árboles porque un gran grupo de personas dejen de creer en la Ley de la Gravedad, pues la Gravedad no depende de la opinión o de las discusiones acerca de ella.

¿Pelear por la verdad o en nombre de ella? No recuerdo una época en mi vida en la que no fuera así. Crecí en un ambiente empeñado en defender la verdad, una especie de guerra inacabable en nombre de la verdad.

Por ejemplo, los defensores de la “Revolución de Fidel” parecían vivir para ello. Cada discurso, cada libro, cada canción existía en función de defender “la verdad”, incluso bajo las promesas de morir, si fuese necesario. Y del otro lado estaban siempre los equivocados, los malos, lo que no entienden ni aprecian “la verdad”.

En la Iglesia no era diferente, los estudios de la Biblia, las clases, los manuales, todo existía en función de defender “la verdad”. Los testimonios de aquellos “guerreros” se anunciaban en público cada semana, con emotivas señales de apoyo tras contar como le habían ganado a otro cristiano destruyendo sus argumentos o ridiculizándole con una Biblia en la mano, y todo en nombre de “la verdad”.

Pero… ¿Defendemos la verdad, o defendemos tener la razón?

Es probable que ya estés pensando que soy un relativista, y que pienso que no existe tal cosa como la verdad. Pero quiero decirte que creo en la verdad, creo que existe la verdad, así como creo que la tierra es redonda más allá de las opiniones de los terraplanistas.

Solo que no creo que la gente defienda la verdad, creo que la gente (o sea nosotros) defiende el tener la razón. Y como dice Eckhart Tolle “no hay nada que fortalezca más el ego que tener la razón”, y como nuestro ego es adicto a la grandeza, necesita ganar una y otra vez para sentirse superior. Entonces nuestro orgullo ególatra se disfraza y nos convence a nosotros mismos y a los otros, de que mi pelea no es puro y duro orgullo, sino que es para defender “la verdad” ya sea de Dios o de los más elevados ideales, así que eso hasta nos convierte en personas aparentemente nobles.

¿Sobre la verdad? Realmente pienso que sobre la verdad tenemos opiniones, y siempre que no perdamos eso de vista vamos a tener conversaciones extraordinariamente enriquecedoras. Cosa que no suele suceder porque nuestro ego nos convenció de que nuestra opinión es la verdad, y por ello solo tenemos conversaciones tranquilas con aquellos que comparten nuestra opinión (a la que le llamamos verdad).

Es muy tentador para mi ego llegar a creer firmemente que mi opinión sobre la verdad es de hecho la verdad, y para no perderlo de vista intento recordar aquel sabio dicho budista: “El dedo que apunta la luna, no es la luna”

YGC

Desarraigados…

Se desarraigó a sí mismo, en un esfuerzo doloroso tiró de sus propias raíces. Le tomó tiempo, pues los vínculos con la tierra no eran solo cuestión de costumbres y modos, sus raíces se habían entrelazado con otras, hijas de troncos nuevos y viejos, atadas a raíces muy vivas y a otras no tanto, estas últimas más bien secas, que pertenecieron a troncos que alguna vez presumieron de sus hojas. Raíces mustias, mantenidas gracias al abrazo recio de las vivas.

Historias añejas de otros árboles, que cobraban vida solo si eran contadas insistentemente a fin de protegerlas. Historias que se perderían si se desarraigaba.

Pero tiró con fuerza y se descubrió a sí mismo llevando una maleta cargada de raíces. Entonces aprendió a replantarse; más al sur, más al norte, y descubrió que cada tierra le aportaba color a su follaje, y que las cosas se veían diferentes desde otros bosques, de quienes aprendió lo mucho y lo poco, lo tonto y lo importante, lo viejo y lo nuevo, lo grande y lo pequeño. Y se sintió parte de cada bosque en el que se plantó.

Entonces comprendió aquella especie de cultura del bosque, una que los hacía muy similares en su esencia, aunque diferentes en su forma, porque todos querían demostrar que su bosque era el mejor en algo, el primero de algo, el creador de algo, o el superior en algo.

Todos discursaban acerca de los otros bosques, aquellos que nunca habían conocido, porque jamás se animaron a desarraigarse para plantarse entre ellos y conocerlos desde sus raíces.

En cada bosque, tanto al sur como al norte, al este o al oeste, la “opinología”, (aunque no como una ciencia reconocida en la Cultura del Bosque), era la más practicada.

Descubrió que la competencia se trataba acerca de qué árbol había crecido más, y no de a cuántos pudo abrigar cuando hubo tormenta. Que los de tronco leñoso, por ejemplo, escribían largas enciclopedias para demostrar que ellos eran más útiles que aquellos de tallos herbáceos y flexibles.

Descubrió, además, que todos los bosques hacían la misma sombra, porque a todos los iluminaba el mismo sol, pero por alguna razón (quizás cosa de árboles) ellos se enfocaban más en sus propias sombras, que en el sol que las generaba.

Todos compartían la misma tierra, solo que sus raíces no llegaban tan profundo como para tocarse entre sí, pero la tierra, en cambio, se encargaba de conectarlas.

Entonces comprendió que si miraba al bosque desde arriba, muy arriba, desde allá, desde donde los miraba el sol, entonces no eran muchos bosques, sino uno solo. Uno grande y diverso, con colores, formas y costumbres que le quitaban la monotonía y el aburrimiento.

Entonces ya no lamentó su desarraigo, en lugar de ello se sintió afortunado, y decidió vivir para contarle a cada árbol, que el bosque era mucho, pero mucho más grande de lo que ellos pensaban.

YGC

Pintura: Aeropuerto Tocumen
Exposición #RefugiArte
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20 años después…

Aunque la vida y el tiempo nos habían separado, no fue difícil reconocerlos, aquellos días en la universidad nos lograron vincular profundamente, y eso no lo cambiaría ni las canas, las libras extras, o los acentos ya muy cambiados por los nuevos usos.
Las anécdotas viejas nos llevaron de regreso en el tiempo, y en solo minutos nos sentimos tan cercanos como siempre.
Luego comenzamos a hablar de nosotros…

—Un viaje de trabajo me llevó a Dubai —comenzó Marcos—. Decidí quedarme a vivir allá, y en no mucho tiempo las creencias de mis amigos musulmanes llamaron mi atención y decidí seguirlos. Pero me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Al terminar la Universidad me fui a vivir Camboya —continuó Ariel—, descubrí que las creencias budistas llenaban mi vacío espiritual. Cambié mi vida, mis costumbres. Pero me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Mis convicciones sembradas por mi familia se acentuaron en el tiempo, y decidí fundamentarme en mi ateísmo —dijo Carolyn con tranquilidad—. Pero me sentí juzgada por muchos de los que antes conocía.

—Los collares que uso anuncian mi historia, raíces y creencias afrocubanas —siguió Jairo como peleando con sus lágrimas que insistían en salir—. Honro a mis ancestros de esta forma. Pero, así como ustedes, me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Estudiando mi segunda carrera, algunos amigos cristianos me hablaron de Jesús —les dije—. La Biblia se convirtió en mi libro, y quise ser bautizado para seguirlo. Y sí, también me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Al hurgar en mi historia, mi árbol genealógico, descubrí mis raíces judías —siguió hablando Aron—, las abracé y desde entonces llevo agradecido mi kippah. Pero tristemente me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

Entonces nos abrazamos, y aceptamos que también habíamos juzgado a los otros. Comprendimos que era posible hablar en libertad y sin juicios, porque nuestra amistad precedía a nuestras creencias. Comprendimos que cuando amamos somos capaces de abrazar sin juzgar. Aceptamos que solo juzgamos a aquellos que desconocemos. Ese día no comenzamos un movimiento ecuménico, ni cambiamos nuestras creencias personales, pero disfrutamos la compañía de todos, y aprendimos los unos de los otros, escuchando agradecidos, cosas que jamás habíamos aceptado escuchar.
Comprendimos que el amor nos vincula.

YGC

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Otra sosa tarde en Starbucks.

Starbucks se convertía en el mejor lugar… café a veces bueno, y a veces solo café.

Gente con rostros amigables… Pero distantes, sin hablarme… Y es genial, no me gusta que me hablen. Me cansa la gente con preguntas tontas que escarban una conversación superficial que a nadie importa.

En la mesa apartada de la esquina, la del fondo a la izquierda, está la niña de uniforme verde, con zapatos de varón gigantes y el pelo revuelto… ¡¿Cuándo fue la última vez que se peinó?! Pidió el café más barato y obtuvo la excusa perfecta para estar allí sentada toda la tarde mirando su teléfono celular… Evidentmente no quiere llegar a su casa, o nadie la espera, o ambas… Quizás no es nada de eso, pero en fin… ¿a quién le importa?

A la derecha, en el asiento más cómodo del Café, está el señor moreno de cabeza rapada. La corbata roja con dibujitos de Walt Disney denuncia su pésimo gusto. Él estuvo sonriendo con alguien todo el tiempo a través de su laptop.

Del otro lado del vidrio, justo frente a mí, está aquel, con cara de escritor frustrado, que «tipea» sin frenos en su laptop del siglo pasado, como convencido de que esta será la obra que lo sacará de sus miserias.

La pareja del frente no podía pasar inadvertida… Uno de ellos, prolijamente vestido, hablaba todo el tiempo reclinado en su asiento, demostrando triunfos y virtudes a su interlocutor. Mientras este, con un poco de sobrepeso y vestido al mejor estilo “Goodwill” le miraba atento como queriendo llegar, un día, a ser como él.

Los ancianos detrás de mí apenas hablan, pero a veces les escucho reír.

Y mientras… Yo corrijo el libro que me regresó mi editor con tantas glosas rojas como quiso el tipo… Algunas tontas, según yo, pero importantes según él… Pero es mi libro y yo decido… Y pienso, y sueño, y me enamoro de mi próximo bebé, y lo releo y creo que a todos les debería gustar como a mí… Eso pienso y eso hago… Esa es mi tarde en Starbucks.

¿Pero qué pensarán ellos? Qué pensará la niña de verde, el moreno de cabeza rapada, el escritor frustrado, el ejecutivo arrogante y los ancianos a mi espalda… Pues quizás nada solo es una tarde en Starbucks, es América donde a nadie le importa la vida del otro…

¿Me preguntas qué es lo peor? Pues que esta patética vida me sedujo…

YGC

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Yo tuve una Isla…

Yo tuve una Isla… una Isla donde viví percibiendo el olor del agua salada, donde aprendí a caminar por la arena sin temor a mis caídas, sintiendo muy temprano el sabor de la sal en mi boca.
Yo tuve una Isla donde perseguía cangrejos, y me escondía bajo las montañas de arena, olvidando el color original de mi cabello mal cortado y de mi piel quemada por el sol.
Yo tuve una Isla donde disfrutaba poder correr descalzo, libre y sin preocuparme por cruzar el límite de mi vecino que vivía sin límites.
Yo tuve una Isla en la que fui feliz, una Isla en la que lo tuve todo. Donde pasar la noche afuera, lo más peligroso, podría ser la molestia de los mosquitos sedientos.
Yo tuve una Isla en la que el horario para cenar no era problema, porque si la tía había terminado su cena, ella ponía un plato para mí en su mesa y desde la ventana le gritaba a mi madre que yo ya estaba cenando.
Yo tuve una Isla, en la que el baño del día podía ser en el mar, el río, o bajo la lluvia.
Yo tuve una Isla en la que dormía con mis hermanos en la misma cama, y nos cobijábamos con la misma sábana. Y nos íbamos a dormir temprano, porque no había televisión y el mejor momento de la noche eran las dos horas de chistes y cosquillas antes de dormir, o las largas historias de papá que él nos contaba una y otra vez y nunca nos parecieron aburridas.
Yo tuve una Isla y era perfecta. Una Isla donde fui feliz, porque las cosas no eran importantes, y menos aún, necesarias.

Yo tuve una Isla y la perdí, una hermosa Isla que arruinaron con estúpidas ideologías, con conceptos totalitaristas, coerción y tristeza.

Yo tuve una Isla, mi Isla, la mayor de las Antillas… Mi Cuba…

Una Isla a la que no quiero volver, porque ya no existe…

YGC