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Sillas vacías…

¿Qué hacemos cuando la pérdida no deja espacio para la compensación? Hay pérdidas que no tienen reparación, que no se resuelven como un rompecabezas al que solo le falta una pieza. Hay pérdidas que nos atraviesan como un cuchillo filoso y dejan una herida que no cierra. Victor Küppers hablaba de esta diferencia entre situaciones y dramas: las primeras pueden enfrentarse y solucionarse; los segundos, en cambio, se viven, se enfrentan y se atraviesan. 

La vida tiene esa costumbre, a veces cruel, de enseñarnos sobre la pérdida de las maneras más simples y devastadoras. Recuerdo ver a mi hijo esconder la sonrisa al perder su primer diente, avergonzado por el espacio que le dejaba expuesto. Fue como si el mundo le hubiese quitado algo que nunca volvería a ser igual. Y sin embargo, días después, cuando llegó el primer diente nuevo, su sonrisa se iluminó aún más. Ese primer encuentro con la pérdida dolorosa nos muestra que, a menudo, lo que se va puede ser reemplazado, compensado, o incluso transformado en algo mejor.

Viktor Frankl hablaba del sufrimiento como un terreno donde el hombre puede encontrar propósito, pero también reconocía que hay dolores que se convierten en sombras permanentes. La pérdida de un ser amado, por ejemplo, no encuentra soluciones en palabras ni en tiempo. La abuela solía decir que la ausencia del abuelo era como una silla vacía en la mesa: siempre ahí, siempre recordándonos que falta alguien. Esa es la esencia de las pérdidas aniquiladoras: no se compensan, se sobreviven.

Mario Alonso Puig afirma que nuestra percepción de la realidad define nuestras emociones. Y es cierto, porque no es solo lo que perdemos, sino cómo lo interpretamos, lo que determina si seguimos adelante o quedamos atrapados en el dolor. 

Existe esa pérdida dolorosa compensada, como la de una mujer que pierde su trabajo y, tras un tiempo de incertidumbre, decide abrir su propio negocio, hallando en ese proceso una fuerza que desconocía. O el hombre que pierde su juventud viendo cómo las arrugas toman su rostro, pero que compensa ese vacío con sabiduría, con historias que antes no tenía para contar. Estas son pérdidas que nos enseñan, nos moldean. Pero ¿y qué hay de las otras? ¿Qué hay de la madre que pierde a un hijo en un accidente, o a todos ellos? ¿Qué palabras pueden llenar ese vacío? Ninguna. Ese tipo de pérdidas se viven desde un silencio que grita, más allá del acompañamiento o el soporte de quienes le rodean.

Las pérdidas dolorosas son como nubes que oscurecen el día, pero dejan pasar algo de luz. Las aniquiladoras, en cambio, son tormentas que arrasan todo a su paso, por lo que, no se trata de olvidar, porque hay cosas que no se olvidan. Se trata de aprender a convivir con la ausencia, de encontrar un nuevo equilibrio donde el vacío ya no sea el centro de nuestra vida.

Quizá por ello escribo esto en primera persona, porque quiero que quien lo lea se sienta acompañado, como si nos sentáramos juntos a tomar un café y hablar de lo que nos duele. Las pérdidas no nos hacen menos humanos; al contrario, nos conectan en nuestra vulnerabilidad. Como dijo Frankl, el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido. Tal vez ese sentido sea simplemente saber que no estamos solos, que otros también han sobrevivido lo que pensamos que nos destruiría.

Y así, mientras escribo, pienso en las personas que han perdido todo, en quienes han sentido que no pueden más. A ellos les digo: no se trata de levantarse todos los días con esperanza, porque hay días en que la esperanza simplemente no está. Se trata de levantarse. Solo eso. Y, poco a poco, aprender a convivir con la ausencia, con las sillas vacías, con el hueco que deja lo que ya no está. Porque al final, la vida no se mide por lo que perdemos, sino por lo que hacemos con lo que nos queda.

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¿Cuantos años tienes?

¿Cuántos años tienes? La pregunta es simple, a veces indiscreta, curiosa, casi automática.
Y la respuesta, casi siempre, nos lleva al calendario de lo vivido: “Tengo x años”.
Pero… ¿realmente los tienes? Pensálo. 💭💭💭 Esos años ya no están contigo; no los tienes. Son solo recuerdos, ecos de lo que fuiste. No están, se fueron, y sin duda alguna, no volverán.

Entonces, ¿cuántos años tienes? 🤔
Pues los que quedan, los que están hacia adelante, los que aún tienes por vivir.

El detalle está en que nunca sabes cuántos son, porque no están sujetos a tu fe, ni a tu salud, ni a tu actitud positiva. Simplemente no lo sabemos, y eso definitivamente revaloriza nuestro ahora, este instante, porque es justamente nuestro ahora lo único que realmente tenemos en cuestiones de tiempo.

Es aquí donde todo sucede, donde todo cobra sentido. “Nada existe fuera del ahora”, decía Eckhart Tolle.

Lo que hace precioso al tiempo no es cuánto queda, sino el hecho de no saberlo. Esa incertidumbre lo llena de magia, de urgencia, de propósito.

¿Y si dejas de medir los años por lo que ya pasó y comienzas a medirlos por la vida que cabe en cada momento? No se trata de cuánto tiempo tenemos, sino de cuánta presencia somos capaces de darle a este instante.

Pues, aunque el genial García Márquez decía que la vida no se trata de lo que vivimos, sino de cómo la recordamos y cómo la recordamos para contarla, tal vez la vida tampoco se mide por el tiempo acumulado, o los recuerdos, sino en la profundidad con la que vivimos el momento que se nos da.

¿Recuerdas a Jesús? Él solía decir: Miren las flores del campo… el Reino está aquí… y tú, Marta, no te afanes por mañana.

¿Qué pasaría si te atrevieras a hacer de este instante un refugio, un eterno presente? ¿Y si te atreves a vivir este instante como si fuera tu único y verdadero tiempo?

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«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante.» (Paulo Coelho)

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», leí de Coelho en El Alquimista, y la frase se quedó rebotando, casi alocada, en mi cabeza, porque la relacioné con una cita atribuida a Sholem Asch: «Todo hombre necesita de un mundo ideal para poder vivir en el mundo real».

¿Cómo funcionaba ese sueño en mi cabeza? ¿Cuál podría ser la diferencia entre un sueño, una creencia o una fantasía? ¿Y cómo cualquiera de estas podría salvarnos de nuestras propias realidades?

«Baila para mí», leía ahora de Edith Eger en La bailarina de Auschwitz. «Baila para mí» fue la orden macabra de quien llegó a ser conocido como el Ángel de la Muerte. No había música aquella noche —describe Eger, con una elocuencia que sobrepasa el poder de cualquier imagen física—. No había escenario, no había más público que la sombra de una humanidad perdida. Sin embargo, Edith cerró los ojos, y en ese momento, algo milagroso sucedió en un campo de exterminio en Auschwitz.

La oscuridad se transformó. Donde había barro, su mente dibujó un suelo brillante. Las luces del reflector se encendieron en su mente. El aire se llenó del aplauso de una multitud que solo ella podía escuchar. Sus pies, desnudos y heridos, dejaron de sentir el frío para moverse al ritmo de una melodía que nadie más podía oír. Era un mundo ideal, creado dentro de su mente, pero tan real que, por un instante, incluso la muerte parecía detenerse para mirar.

Según Edith, refugiarse en ese mundo no fue un simple escape. Fue un acto de resistencia. Mientras los demás veían a una prisionera danzando frente a Josef Mengele, ella se veía a sí misma triunfando en un escenario de esperanza. Y, en ese instante, comprendió algo que no podría articular hasta muchos años después: su imaginación no era su debilidad; era su fortaleza, su salvación.

Ya en el suelo texano de América, intentando huir de su horrenda historia, leyó las palabras de Viktor Frankl y supo que su mundo ideal había sido la clave para sobrevivir al real. Frankl, en su búsqueda de sentido, había aprendido que, en los momentos más oscuros, la mente puede ser un refugio, un hogar donde la esperanza florece, incluso cuando todo lo demás muere.

¿Quién tiene derecho a matar los sueños, creencias o fantasías de alguien que se refugia en su mente para sobrevivir? ¿Por qué el afán de convencer a otros de lo equivocado (según nosotros) para imponerles, quizás, nuestra propia fantasía, sueño o creencia?

Años más tarde, en el calor de una sala de conferencias, Edith Eger se encontró cara a cara con Frankl. Sus ojos, cargados de historias, revelaban cicatrices que el tiempo no logró borrar. Ambos sabían lo que era caminar al borde de la aniquilación y decidir, a pesar de todo, vivir. Pero no solo vivir: construir un puente para otros. Porque, como Sholem escribió, ese mundo ideal que salvó a Edith también podría salvar a otros.

Así como José —¿lo recuerdas?—, quien, en su celda, rodeado por la traición y el olvido, interpretó los sueños ajenos aun cuando no era capaz de descifrar el suyo. No fue, quizás, un gesto de altruismo puro ni una estrategia calculada. Fue su manera de sostener el mundo ideal que llevaba dentro. Y, al hacerlo, descubrió el camino hacia el suyo propio.

Edith bailó, José soñó, Viktor escribió. Cada uno, en su propio infierno, abrazó un mundo que no solo los sostuvo a ellos, sino que ahora sostiene a quienes se atreven a mirar más allá del dolor. Porque, al final, no importa cuán rota esté nuestra realidad; mientras tengamos un mundo ideal en el cual refugiarnos, siempre podremos encontrar la fuerza para reconstruirla.

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Los otros…

Tanto ellos como los otros suelen ser el blanco de nuestras opiniones: “ellos no saben, ellos no creen, ellos no entienden… ellos, ellos, ellos.” Así suelo ser yo (o nosotros), asumiendo, casi siempre, cosas sobre aquellos. Y digo asumiendo porque entre yo y ellos, o nosotros y los otros (y viceversa), se abre un tenebroso abismo de ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones, miedos, creencias válidas y otras no tanto (dependiendo de quien las crea). Y en medio de este conflicto mental, surge la necesidad de tener la razón y demostrar que mi pensamiento (o el de nosotros) merece ser validado por el asentimiento de ellos (los otros). Y, como ellos esperan lo mismo de nosotros, el abismo se ensancha, los miedos se nutren, las creencias se radicalizan, y tanto nosotros como los otros nos agrupamos en comunidades que confirmen nuestras creencias, ignorancia, pretensiones, ego, imbecilidades, prejuicios, supersticiones y miedos.

Pero… no vayamos tan lejos. A veces los otros están muy cerca. Tan cerca como el otro barrio, el otro lado de la ciudad, la otra familia, el otro color, el otro origen, el otro idioma, el otro partido, el otro equipo, el otro estrato, la otra religión. Y, de este lado, yo contigo y alguien más, creando un “nosotros” para alejarnos de ellos, enfrentarlos o ignorarlos en nombre de “la verdad”. ¿La verdad?

Entonces, un día cualquiera, te acercas a ellos, venciendo tus muchos temores, cargado de prejuicios y armado de argumentos innecesarios… así fue como conocí a Hussain, en un viaje al desierto. Era tan amable y espontáneo como podría serlo Carlos de Bogotá o Rigo de El Salvador. La música alegre de Camila Cabello, que había puesto en honor a nosotros, se interrumpió de pronto por una alerta en su teléfono, recordándole que era la hora de la oración. Una potente voz árabe recitó algo que me era desconocido, pero que se sentía profundamente solemne. Todos en la camioneta guardamos silencio en señal de respeto, y cuando terminó aquella pausa especial, Hussain continuó con la música y su charla extrovertida.

Rumbo a Abu Dhabi, para visitar la Sheikh Zayed Grand Mosque, conocí a mi guía de viaje, Ismail, un tímido inmigrante de Bangladesh. Durante el trayecto de más de una hora desde Dubái, me contó que compartía un pequeño departamento con varios conocidos, ya que debía ahorrar para ayudar a su hijo, quien aún estaba en su país y a quien no había podido ver crecer. Después de una pausa, buscó en su teléfono y me mostró una foto de su muchacho, un chico de no más de 13 años.

Las charlas con Mohamed fueron muchas. Me dijo que lleva más de 15 años viviendo en Dubái. Mohamed, un egipcio que trabajó con nosotros todos estos días, se esforzaba en cada tarea con una responsabilidad envidiable. Mientras esperábamos para firmar unos documentos, compartimos un delicioso café árabe y me habló de su familia; con cierta frustración en la voz, me confesó que, la mayoría de las veces, cuando llega a casa ya sus hijos están dormidos y apenas puede pasar tiempo con ellos. Sus ojos se iluminaron cuando me contó que, después de muchos años, se iría de vacaciones con su esposa y sus chicos a Europa. Y cuando le pregunté por Egipto, sus ojos brillaron aún más. Me dijo que era el país más hermoso del mundo, que la gente era amable, los árboles verdes y las frutas las más sabrosas de toda la tierra.

Luego, ya solo, en esas largas conversaciones que suelo tener conmigo mismo y con Dios, hablamos sobre mí, más que sobre ellos; sobre nosotros, más que sobre los otros. Le pedí perdón por mis torpezas y me comprometí a seguir trabajando, con su ayuda, en mis creencias, mi ignorancia, mis pretensiones, mi ego, mis imbecilidades, mis prejuicios, mis supersticiones y mis miedos.

“Porque no hay diferencia…” (Romanos 10:12)

Desarraigados…

Se desarraigó a sí mismo, en un esfuerzo doloroso tiró de sus propias raíces. Le tomó tiempo, pues los vínculos con la tierra no eran solo cuestión de costumbres y modos, sus raíces se habían entrelazado con otras, hijas de troncos nuevos y viejos, atadas a raíces muy vivas y a otras no tanto, estas últimas más bien secas, que pertenecieron a troncos que alguna vez presumieron de sus hojas. Raíces mustias, mantenidas gracias al abrazo recio de las vivas.

Historias añejas de otros árboles, que cobraban vida solo si eran contadas insistentemente a fin de protegerlas. Historias que se perderían si se desarraigaba.

Pero tiró con fuerza y se descubrió a sí mismo llevando una maleta cargada de raíces. Entonces aprendió a replantarse; más al sur, más al norte, y descubrió que cada tierra le aportaba color a su follaje, y que las cosas se veían diferentes desde otros bosques, de quienes aprendió lo mucho y lo poco, lo tonto y lo importante, lo viejo y lo nuevo, lo grande y lo pequeño. Y se sintió parte de cada bosque en el que se plantó.

Entonces comprendió aquella especie de cultura del bosque, una que los hacía muy similares en su esencia, aunque diferentes en su forma, porque todos querían demostrar que su bosque era el mejor en algo, el primero de algo, el creador de algo, o el superior en algo.

Todos discursaban acerca de los otros bosques, aquellos que nunca habían conocido, porque jamás se animaron a desarraigarse para plantarse entre ellos y conocerlos desde sus raíces.

En cada bosque, tanto al sur como al norte, al este o al oeste, la “opinología”, (aunque no como una ciencia reconocida en la Cultura del Bosque), era la más practicada.

Descubrió que la competencia se trataba acerca de qué árbol había crecido más, y no de a cuántos pudo abrigar cuando hubo tormenta. Que los de tronco leñoso, por ejemplo, escribían largas enciclopedias para demostrar que ellos eran más útiles que aquellos de tallos herbáceos y flexibles.

Descubrió, además, que todos los bosques hacían la misma sombra, porque a todos los iluminaba el mismo sol, pero por alguna razón (quizás cosa de árboles) ellos se enfocaban más en sus propias sombras, que en el sol que las generaba.

Todos compartían la misma tierra, solo que sus raíces no llegaban tan profundo como para tocarse entre sí, pero la tierra, en cambio, se encargaba de conectarlas.

Entonces comprendió que si miraba al bosque desde arriba, muy arriba, desde allá, desde donde los miraba el sol, entonces no eran muchos bosques, sino uno solo. Uno grande y diverso, con colores, formas y costumbres que le quitaban la monotonía y el aburrimiento.

Entonces ya no lamentó su desarraigo, en lugar de ello se sintió afortunado, y decidió vivir para contarle a cada árbol, que el bosque era mucho, pero mucho más grande de lo que ellos pensaban.

YGC

Pintura: Aeropuerto Tocumen
Exposición #RefugiArte
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20 años después…

Aunque la vida y el tiempo nos habían separado, no fue difícil reconocerlos, aquellos días en la universidad nos lograron vincular profundamente, y eso no lo cambiaría ni las canas, las libras extras, o los acentos ya muy cambiados por los nuevos usos.
Las anécdotas viejas nos llevaron de regreso en el tiempo, y en solo minutos nos sentimos tan cercanos como siempre.
Luego comenzamos a hablar de nosotros…

—Un viaje de trabajo me llevó a Dubai —comenzó Marcos—. Decidí quedarme a vivir allá, y en no mucho tiempo las creencias de mis amigos musulmanes llamaron mi atención y decidí seguirlos. Pero me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Al terminar la Universidad me fui a vivir Camboya —continuó Ariel—, descubrí que las creencias budistas llenaban mi vacío espiritual. Cambié mi vida, mis costumbres. Pero me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Mis convicciones sembradas por mi familia se acentuaron en el tiempo, y decidí fundamentarme en mi ateísmo —dijo Carolyn con tranquilidad—. Pero me sentí juzgada por muchos de los que antes conocía.

—Los collares que uso anuncian mi historia, raíces y creencias afrocubanas —siguió Jairo como peleando con sus lágrimas que insistían en salir—. Honro a mis ancestros de esta forma. Pero, así como ustedes, me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Estudiando mi segunda carrera, algunos amigos cristianos me hablaron de Jesús —les dije—. La Biblia se convirtió en mi libro, y quise ser bautizado para seguirlo. Y sí, también me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

—Al hurgar en mi historia, mi árbol genealógico, descubrí mis raíces judías —siguió hablando Aron—, las abracé y desde entonces llevo agradecido mi kippah. Pero tristemente me sentí juzgado por muchos de los que antes conocía.

Entonces nos abrazamos, y aceptamos que también habíamos juzgado a los otros. Comprendimos que era posible hablar en libertad y sin juicios, porque nuestra amistad precedía a nuestras creencias. Comprendimos que cuando amamos somos capaces de abrazar sin juzgar. Aceptamos que solo juzgamos a aquellos que desconocemos. Ese día no comenzamos un movimiento ecuménico, ni cambiamos nuestras creencias personales, pero disfrutamos la compañía de todos, y aprendimos los unos de los otros, escuchando agradecidos, cosas que jamás habíamos aceptado escuchar.
Comprendimos que el amor nos vincula.

YGC

Meditando sobre la meditación.

Espiritualidad, disciplinas espirituales, crecimiento espiritual, etc. Términos como muy a la moda en muchos ámbitos, no necesariamente religiosos. Y junto a ellos, casi como una compañera de viaje, suele encontrarse a la meditación.

Y en este sentido, quizás no es una palabra que surja del estudio profundo, concienzudo o intencionado de la Biblia. Quizás solo surge de la necesidad, de una necesidad profunda del alma que invita a la conexión.

O quizás es una respuesta condicionada por el escuchar constante de las voces de aquellos que insisten en la conexión con Dios o algún ser superior, a través de métodos, vías, o canales que lo faciliten.

Pero de alguna manera la meditación, en cualquiera de sus formas, ha trascendido al tiempo, las culturas y las religiones. Y es justamente eso lo que la vuelve tan interesante, y la coloca en el foco tanto de los que la atacan, como quienes la veneran, casi como el fin mismo del crecimiento espiritual.

La meditación forma parte de esa escasa lista que vincula, de alguna manera, a las religiones del mundo. Y ese es quizás el motivo por el cual muchos la miran con desconfianza, recelo y hasta rechazo. Porque se suele asumir que si algo es parte de alguna práctica de personas o grupos que desaprobamos, debería ser inaceptable, convirtiéndose automáticamente en algo malo, y luego, cual si fuera un acusado en su banquillo, le dejamos sin derecho a la autodefensa.

Por tal motivo en estas letras les propongo quitarnos la mochila de los prejuicios, esa mochila que solemos llevar cargada de preconceptos instalados por el tiempo y las personas que nos han rodeado (o moldeado quizás). Mochila muy peligrosa por cierto, pues siendo carga innecesaria suele cansar a quien la lleva, haciendo del viaje que pudo ser placentero y feliz, una peregrinación penosa y limitada.

Entonces, luego de haber colocado la mochila a un lado y sintiéndonos ligeros de equipaje, vamos a regalarnos la oportunidad de pensar. Pensar, ese sublime derecho otorgado por el creador mismo y tan poco utilizado en nuestra cotidianidad. Pensar que quizás la acusada (Meditación) es víctima de una muy mal intencionada propaganda. Víctima de interpretaciones personalistas, o muy pendulares, que se pasean de un extremo al otro del espectro, sin dejar espacio al balance o al equilibrio.

Es por ello que, en este sentido, no me propongo convencerte de nada, solo de pensar, buscar información y reflexionar sobre esto que, quizás, pueda ser un medio útil para acercarnos a aquel poder que le da sentido a toda nuestra existencia, a ese ser al que muchos llaman Dios.

Partamos de alguna definición que le dé un poco de dirección al tema que nos ocupa. De acuerdo con El Gran Diccionario de la Lengua Española de Larousse, en un sentido secular la “meditación” es la acción de pensar con detenimiento y reflexión, es también el pensamiento o idea que resulta de la consideración y estudio detenidos de una cosa. En el sentido religioso, la meditación es la forma de oración mental que consiste en la reflexión sobre un aspecto religioso. La misma fuente define “meditar” como la acción de pensar sobre una cosa con reflexión y atención, o discurrir con atención los medios para conseguir un propósito.

Notemos como el término “pensar” se vuelve casi recurrente al intentar definir la meditación. Insiste en la idea de ese pensar reflexivo y concentrado o atento acerca de algo.

Intentemos no utilizar las preconcepciones que aún permanecen en la mochila que decidimos poner a un lado. Aún no pensemos en energías, canales de comunicación, posiciones, inciensos, velas, pensamientos trascendentales, etc. Solo en el significado mismo del término. En esa acción consciente de pensar con atención con un objetivo determinado.

Considero que la desatención nos lleva a la pérdida desapercibida de infinidad de momentos y oportunidades. Esa desatención trae consigo la distracción, y la distracción, por su parte, degenera en la deslocalización de los objetivos y metas.

La velocidad de nuestro mundo no ofrece una invitación abierta a detenerse para estar atentos a pensar nuestra realidad. Un Individuo que se detiene a pensarse a sí mismo, a reflexionar sobre su realidad, a prestar atención a lo que le rodea, obtendrá múltiples ventajas y de hecho se habrá convertido en un individuo que medita. Así que ya tenemos un punto de partida, un primer paso. De hecho, todo lo que he estado haciendo mientras escribo no es otra cosa que meditar sobre la meditación. Meditar en el sentido literal de la palabra. Y he descubierto que estar atento es todo un proceso apasionante de reflexión constructiva.

Pensemos por un momento en una cristiandad atenta, una cristiandad presente y pensante. Una cristiandad reflexiva ante su realidad. ¿Qué crees que pudo haber pensado Jesús cuando en su magistral “Sermón de la Montaña” dijo: “mirad las aves del cielo…” (Mat. 6,26), o “considerad los lirios del campo…” (Mat. 6,28) o en aquella advertencia que comenzaba con la frase: “mirad que nadie os engañe…” (Mat. 24,4) ¿Por qué esa invitación a “mirar” estaba tan presente en los dichos del Maestro? ¿En qué crees que pensaba Salomón el sabio cuando escribió: “mira la hormiga oh perezoso…” (Prov. 6,6).

¿No te parece que estaban como gritando: ¡Hey, deténganse un momento y piensen! ¡Miren a su alrededor y piensen! ¡Apaguen la noticia y piensen! ¡Quítense la venda de los ojos y piensen! ¡Bajen el volumen del ruido y piensen! Parece como que gritaban ¡Hey, ustedes, los apurados de la vida, si, ustedes, estén atentos! Estén atentos a la oración que hacen, en lugar de solo parlotear frases aprendidas y huecas. Estén atentos a sus hijos que están siendo criados por las pantallas digitales. Estén atentos a sus padres que hace mucho no reciben siquiera una llamada telefónica. Atentos a los ojos de aquel que está enojado con la vida y necesita auxilio. Atentos para cubrir al que tiene frío, ayudar al que está caído, y cuidar del golpeado por la vida.

Si, meditar, meditar en el sentido más básico de la palabra, ese sería un buen comienzo. Estar atentos para amar al prójimo como a nosotros mismos, porque solo un atento descubre que tiene prójimos. Los autómatas defienden reglas y formas, los que meditan, ven personas, ven oportunidades, se ven a sí mismos, aprenden, y crecen.

Considero que repensar la meditación no solo se vuelve necesario, sino urgente.

YGC