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Sillas vacías…

¿Qué hacemos cuando la pérdida no deja espacio para la compensación? Hay pérdidas que no tienen reparación, que no se resuelven como un rompecabezas al que solo le falta una pieza. Hay pérdidas que nos atraviesan como un cuchillo filoso y dejan una herida que no cierra. Victor Küppers hablaba de esta diferencia entre situaciones y dramas: las primeras pueden enfrentarse y solucionarse; los segundos, en cambio, se viven, se enfrentan y se atraviesan. 

La vida tiene esa costumbre, a veces cruel, de enseñarnos sobre la pérdida de las maneras más simples y devastadoras. Recuerdo ver a mi hijo esconder la sonrisa al perder su primer diente, avergonzado por el espacio que le dejaba expuesto. Fue como si el mundo le hubiese quitado algo que nunca volvería a ser igual. Y sin embargo, días después, cuando llegó el primer diente nuevo, su sonrisa se iluminó aún más. Ese primer encuentro con la pérdida dolorosa nos muestra que, a menudo, lo que se va puede ser reemplazado, compensado, o incluso transformado en algo mejor.

Viktor Frankl hablaba del sufrimiento como un terreno donde el hombre puede encontrar propósito, pero también reconocía que hay dolores que se convierten en sombras permanentes. La pérdida de un ser amado, por ejemplo, no encuentra soluciones en palabras ni en tiempo. La abuela solía decir que la ausencia del abuelo era como una silla vacía en la mesa: siempre ahí, siempre recordándonos que falta alguien. Esa es la esencia de las pérdidas aniquiladoras: no se compensan, se sobreviven.

Mario Alonso Puig afirma que nuestra percepción de la realidad define nuestras emociones. Y es cierto, porque no es solo lo que perdemos, sino cómo lo interpretamos, lo que determina si seguimos adelante o quedamos atrapados en el dolor. 

Existe esa pérdida dolorosa compensada, como la de una mujer que pierde su trabajo y, tras un tiempo de incertidumbre, decide abrir su propio negocio, hallando en ese proceso una fuerza que desconocía. O el hombre que pierde su juventud viendo cómo las arrugas toman su rostro, pero que compensa ese vacío con sabiduría, con historias que antes no tenía para contar. Estas son pérdidas que nos enseñan, nos moldean. Pero ¿y qué hay de las otras? ¿Qué hay de la madre que pierde a un hijo en un accidente, o a todos ellos? ¿Qué palabras pueden llenar ese vacío? Ninguna. Ese tipo de pérdidas se viven desde un silencio que grita, más allá del acompañamiento o el soporte de quienes le rodean.

Las pérdidas dolorosas son como nubes que oscurecen el día, pero dejan pasar algo de luz. Las aniquiladoras, en cambio, son tormentas que arrasan todo a su paso, por lo que, no se trata de olvidar, porque hay cosas que no se olvidan. Se trata de aprender a convivir con la ausencia, de encontrar un nuevo equilibrio donde el vacío ya no sea el centro de nuestra vida.

Quizá por ello escribo esto en primera persona, porque quiero que quien lo lea se sienta acompañado, como si nos sentáramos juntos a tomar un café y hablar de lo que nos duele. Las pérdidas no nos hacen menos humanos; al contrario, nos conectan en nuestra vulnerabilidad. Como dijo Frankl, el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido. Tal vez ese sentido sea simplemente saber que no estamos solos, que otros también han sobrevivido lo que pensamos que nos destruiría.

Y así, mientras escribo, pienso en las personas que han perdido todo, en quienes han sentido que no pueden más. A ellos les digo: no se trata de levantarse todos los días con esperanza, porque hay días en que la esperanza simplemente no está. Se trata de levantarse. Solo eso. Y, poco a poco, aprender a convivir con la ausencia, con las sillas vacías, con el hueco que deja lo que ya no está. Porque al final, la vida no se mide por lo que perdemos, sino por lo que hacemos con lo que nos queda.

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¿Cuantos años tienes?

¿Cuántos años tienes? La pregunta es simple, a veces indiscreta, curiosa, casi automática.
Y la respuesta, casi siempre, nos lleva al calendario de lo vivido: “Tengo x años”.
Pero… ¿realmente los tienes? Pensálo. 💭💭💭 Esos años ya no están contigo; no los tienes. Son solo recuerdos, ecos de lo que fuiste. No están, se fueron, y sin duda alguna, no volverán.

Entonces, ¿cuántos años tienes? 🤔
Pues los que quedan, los que están hacia adelante, los que aún tienes por vivir.

El detalle está en que nunca sabes cuántos son, porque no están sujetos a tu fe, ni a tu salud, ni a tu actitud positiva. Simplemente no lo sabemos, y eso definitivamente revaloriza nuestro ahora, este instante, porque es justamente nuestro ahora lo único que realmente tenemos en cuestiones de tiempo.

Es aquí donde todo sucede, donde todo cobra sentido. “Nada existe fuera del ahora”, decía Eckhart Tolle.

Lo que hace precioso al tiempo no es cuánto queda, sino el hecho de no saberlo. Esa incertidumbre lo llena de magia, de urgencia, de propósito.

¿Y si dejas de medir los años por lo que ya pasó y comienzas a medirlos por la vida que cabe en cada momento? No se trata de cuánto tiempo tenemos, sino de cuánta presencia somos capaces de darle a este instante.

Pues, aunque el genial García Márquez decía que la vida no se trata de lo que vivimos, sino de cómo la recordamos y cómo la recordamos para contarla, tal vez la vida tampoco se mide por el tiempo acumulado, o los recuerdos, sino en la profundidad con la que vivimos el momento que se nos da.

¿Recuerdas a Jesús? Él solía decir: Miren las flores del campo… el Reino está aquí… y tú, Marta, no te afanes por mañana.

¿Qué pasaría si te atrevieras a hacer de este instante un refugio, un eterno presente? ¿Y si te atreves a vivir este instante como si fuera tu único y verdadero tiempo?

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Qué bonito es lo bonito.

No, no murieron las letras. Tampoco la prosa que endulza mis días amargos o el inconfundible perfume de las páginas de un libro usado. Aunque muchos insistan en organizar funerales a las artes, los poetas no han dejado de ser, ni han colgado sus metáforas por falta de público.

No murió la música que me arranca sonrisas, ni la que desata lágrimas que creía bajo control. Esa música sigue ahí, aguardando, como un amante fiel a que yo la escuche sin filtros, sin ruidos, sin prisas. Porque, aunque suene sorprendente, los creadores del arte no han sido devorados por los algoritmos; siguen vivos, obstinadamente vivos.

Que alguien insista en llamar “elles” a quienes siempre fueron “ellos” no borrará jamás la música infinita de la lengua de Cervantes. Aunque, reconozco, hay días en los que me pregunto si ese esfuerzo lingüístico salvará al mundo de sus verdaderos problemas, como el cambio climático o los lunes.

Que el «Conejo Malo» me cante su tragedia existencial sobre pistas electrónicas no eliminará nunca a Freddie Mercury, a Celia Cruz ni a Vivaldi. No hay fuerza en este universo capaz de borrar la grandeza de quien inmortalizó «Bohemian Rhapsody» o el Azúcar de Celia.

Que la M amarilla y sus hamburguesas conquisten cada esquina del planeta no destruirá jamás la creatividad de un chef que transforma un plato en arte. McDonald’s, con todo su mérito en alimentar prisas y presupuestos ajustados, siempre será lo que es: comida rápida, perfecta para cuando no tengo ni tiempo ni ganas de masticar con dignidad.

No, no se ha destruido el buen gusto. Pero, seamos honestos, el mal gusto tiene mucho mejor marketing.

Nunca antes se escribieron y leyeron tantos libros como ahora, aunque buena parte de ellos acaben siendo decoración para fotos de Instagram. Nunca se creó tanta música, tan libre, tan diversa… incluso si hay quienes creen que «originalidad» significa cantar reguetón sobre Bach. Las pinceladas de los artistas de hoy habrían dejado perplejo a Van Gogh, aunque otros prefieran gastar su tiempo pintando paredes públicas con mensajes como “tu ex no te merece”.

La nostalgia me engaña. Es astuta. Me susurra dulcemente que todo tiempo pasado fue mejor, olvidando convenientemente las guerras, las plagas, y que antes incluso la comida sabía peor.

¿De verdad me hace bien mirar el mundo con este ceño fruncido? ¿Es esa mirada sombría lo que alimenta mi espíritu? ¿Qué pasó con las palabras del Maestro que me invitaban a contemplar las flores del campo, o con el poeta David que veía en las estrellas un mapa de promesas?

¿Por qué dedico tanto tiempo a lo que critico, a lo que me molesta y me desgasta? Si el mundo ya es complejo, ¿por qué sumarle mis propios dramas a la ecuación?

Los noticieros y los alarmistas religiosos nos entrenaron a vivir miserablemente ocupados, convencidos de que lo bonito desapareció, cuando en realidad nunca se ha ido. El problema no es el mundo; soy yo, y mi antena, mal sintonizada.

Necesito entrenar mis ojos para que sepan detenerse ante lo esencial que les suele pasar inadvertido, tal como señaló aquel zorro sabio al Principito. Y entrenar mi espíritu, recordándole seguido las palabras del Alquimista tendido sobre la arena, para aceptar que quizás las calamidades que temo jamás lleguen a tocarme. Porque al final del día, lo simple sigue siendo verdad, y que lo bonito siga siendo bonito.

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«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante.» (Paulo Coelho)

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», leí de Coelho en El Alquimista, y la frase se quedó rebotando, casi alocada, en mi cabeza, porque la relacioné con una cita atribuida a Sholem Asch: «Todo hombre necesita de un mundo ideal para poder vivir en el mundo real».

¿Cómo funcionaba ese sueño en mi cabeza? ¿Cuál podría ser la diferencia entre un sueño, una creencia o una fantasía? ¿Y cómo cualquiera de estas podría salvarnos de nuestras propias realidades?

«Baila para mí», leía ahora de Edith Eger en La bailarina de Auschwitz. «Baila para mí» fue la orden macabra de quien llegó a ser conocido como el Ángel de la Muerte. No había música aquella noche —describe Eger, con una elocuencia que sobrepasa el poder de cualquier imagen física—. No había escenario, no había más público que la sombra de una humanidad perdida. Sin embargo, Edith cerró los ojos, y en ese momento, algo milagroso sucedió en un campo de exterminio en Auschwitz.

La oscuridad se transformó. Donde había barro, su mente dibujó un suelo brillante. Las luces del reflector se encendieron en su mente. El aire se llenó del aplauso de una multitud que solo ella podía escuchar. Sus pies, desnudos y heridos, dejaron de sentir el frío para moverse al ritmo de una melodía que nadie más podía oír. Era un mundo ideal, creado dentro de su mente, pero tan real que, por un instante, incluso la muerte parecía detenerse para mirar.

Según Edith, refugiarse en ese mundo no fue un simple escape. Fue un acto de resistencia. Mientras los demás veían a una prisionera danzando frente a Josef Mengele, ella se veía a sí misma triunfando en un escenario de esperanza. Y, en ese instante, comprendió algo que no podría articular hasta muchos años después: su imaginación no era su debilidad; era su fortaleza, su salvación.

Ya en el suelo texano de América, intentando huir de su horrenda historia, leyó las palabras de Viktor Frankl y supo que su mundo ideal había sido la clave para sobrevivir al real. Frankl, en su búsqueda de sentido, había aprendido que, en los momentos más oscuros, la mente puede ser un refugio, un hogar donde la esperanza florece, incluso cuando todo lo demás muere.

¿Quién tiene derecho a matar los sueños, creencias o fantasías de alguien que se refugia en su mente para sobrevivir? ¿Por qué el afán de convencer a otros de lo equivocado (según nosotros) para imponerles, quizás, nuestra propia fantasía, sueño o creencia?

Años más tarde, en el calor de una sala de conferencias, Edith Eger se encontró cara a cara con Frankl. Sus ojos, cargados de historias, revelaban cicatrices que el tiempo no logró borrar. Ambos sabían lo que era caminar al borde de la aniquilación y decidir, a pesar de todo, vivir. Pero no solo vivir: construir un puente para otros. Porque, como Sholem escribió, ese mundo ideal que salvó a Edith también podría salvar a otros.

Así como José —¿lo recuerdas?—, quien, en su celda, rodeado por la traición y el olvido, interpretó los sueños ajenos aun cuando no era capaz de descifrar el suyo. No fue, quizás, un gesto de altruismo puro ni una estrategia calculada. Fue su manera de sostener el mundo ideal que llevaba dentro. Y, al hacerlo, descubrió el camino hacia el suyo propio.

Edith bailó, José soñó, Viktor escribió. Cada uno, en su propio infierno, abrazó un mundo que no solo los sostuvo a ellos, sino que ahora sostiene a quienes se atreven a mirar más allá del dolor. Porque, al final, no importa cuán rota esté nuestra realidad; mientras tengamos un mundo ideal en el cual refugiarnos, siempre podremos encontrar la fuerza para reconstruirla.

Cuba… Cuba y los cubanos (visión personal)

Algo nos sucedió en el camino…

Hablo de ese algo que se nos quedó en algún sitio, y no es una visión nostálgica del pasado que añoro, son realidades presentes que le duelen a mi corazón cubano.

Duelen cuando me siento con mi niña de 16 años para hablarle de sus raíces y reforzar sus orígenes caribeños, y descubro que la modernidad de mi gente dejó de enamorarme. Porque mi conciencia de padre, no de padre puritano, solo de padre normal, padre que lee libros y escucha canciones de hoy para no quedarse anclado en el tiempo; a esa conciencia de padre le cuesta encontrar algo recomendable.

¿Qué le pasó a la lírica de las canciones cubanas?

¿Murieron con los danzones, el Cha Cha Cha, y los tríos de guitarras?

¿Será que las ruedas de casino, con la destreza acrobática de los bailarines, parieron esa especie de convulsión grotesca de cintura que inunda la música del barrio por estos días?

¿Cuándo olvidamos el castellano para inventar un dialecto casi inteligible que haría huir aterrorizado al escritor de La Edad de Oro?
¿A partir de qué momento la vulgaridad se apropió del lenguaje?

Nosotros, los que nos decíamos cultos, porque “ser cultos era la única manera de ser libres”. Y convencidos muchos de esa superioridad latina, comenzaron a llamar a otros hermanos latinoamericanos “indios” porque vivían en países centroamericanos. Países libres que nos abrían sus puertas para refugiarnos en ellos. Pero llegábamos con ese aire de superioridad, fanfarroneando de nuestra educación y criticando las costumbres de nuestros anfitriones… Porque nuestra música era la mejor, y nuestra comida, y las mujeres, y aseverábamos con loca vehemencia que Varadero era la playa más linda del mundo. Y ante cualquier discusión, sin importar el tema, todo se arreglaba con la frase: “estudios demuestran…” y lo demás era imaginación, un volumen alto en la voz y certeza en la mirada.

¿Qué sembramos que la cosecha está siendo tan frustrante?

Me resulta lamentable, triste y hasta vergonzoso, saludar a alguien en algún lugar del mundo que, al descubrir mi origen cubano, me saluda casi gritando con un: !Qué bolá asere! Seguido de aquella palabra, muy del barrio, alusiva a los genitales masculinos.
Entonces comienzas a descubrir que definitivamente algo se quedó en el camino.

¿Qué ha pasado con el buen gusto para vestirnos?

¿De dónde surgen estos anti estilos?

Que me iluminen los más veteranos, pero ¿Siempre fuimos los cubanos así?

Temo que nos quisimos despegar tanto del detestable fidelísimo comunista, que en la huida dejamos atrás lo mejor de nuestra tierra, nuestras costumbres y raíces.

Una especie de agresividad rabiosa nos enfrenta dividiéndonos y quitando de nosotros nuestros vínculos más profundos.
Nuestros hijos (dentro o fuera de la Isla) no sienten atracción por lo nuestro. Porque lo bueno está allá afuera. La Patria se hizo política, y con ello, música, poesía, y hasta el arroz y los frijoles.

Añoro el día en el que podamos hablar de la música y los músicos, de los artistas y sus creaciones, de banderas, guayaberas y sombreros de paja, sin hablar de los Castro y sus horrores. Que podamos ser libres, a lo menos en nuestra mente, libres de amar lo nuestro y vivirlo en nuestros deseos, sin temor a que otros cubanos nos malinterpreten o ataquen, por mencionar a Pablo Milanez o a René Portocarrero, y levantando los valores de una tierra que agoniza por la pérdida de su ser, hagamos que los cubanos, cada uno, en cada rincón del mundo, seamos una Cuba digna de admirar.

YGC

Meditando sobre la meditación.

Espiritualidad, disciplinas espirituales, crecimiento espiritual, etc. Términos como muy a la moda en muchos ámbitos, no necesariamente religiosos. Y junto a ellos, casi como una compañera de viaje, suele encontrarse a la meditación.

Y en este sentido, quizás no es una palabra que surja del estudio profundo, concienzudo o intencionado de la Biblia. Quizás solo surge de la necesidad, de una necesidad profunda del alma que invita a la conexión.

O quizás es una respuesta condicionada por el escuchar constante de las voces de aquellos que insisten en la conexión con Dios o algún ser superior, a través de métodos, vías, o canales que lo faciliten.

Pero de alguna manera la meditación, en cualquiera de sus formas, ha trascendido al tiempo, las culturas y las religiones. Y es justamente eso lo que la vuelve tan interesante, y la coloca en el foco tanto de los que la atacan, como quienes la veneran, casi como el fin mismo del crecimiento espiritual.

La meditación forma parte de esa escasa lista que vincula, de alguna manera, a las religiones del mundo. Y ese es quizás el motivo por el cual muchos la miran con desconfianza, recelo y hasta rechazo. Porque se suele asumir que si algo es parte de alguna práctica de personas o grupos que desaprobamos, debería ser inaceptable, convirtiéndose automáticamente en algo malo, y luego, cual si fuera un acusado en su banquillo, le dejamos sin derecho a la autodefensa.

Por tal motivo en estas letras les propongo quitarnos la mochila de los prejuicios, esa mochila que solemos llevar cargada de preconceptos instalados por el tiempo y las personas que nos han rodeado (o moldeado quizás). Mochila muy peligrosa por cierto, pues siendo carga innecesaria suele cansar a quien la lleva, haciendo del viaje que pudo ser placentero y feliz, una peregrinación penosa y limitada.

Entonces, luego de haber colocado la mochila a un lado y sintiéndonos ligeros de equipaje, vamos a regalarnos la oportunidad de pensar. Pensar, ese sublime derecho otorgado por el creador mismo y tan poco utilizado en nuestra cotidianidad. Pensar que quizás la acusada (Meditación) es víctima de una muy mal intencionada propaganda. Víctima de interpretaciones personalistas, o muy pendulares, que se pasean de un extremo al otro del espectro, sin dejar espacio al balance o al equilibrio.

Es por ello que, en este sentido, no me propongo convencerte de nada, solo de pensar, buscar información y reflexionar sobre esto que, quizás, pueda ser un medio útil para acercarnos a aquel poder que le da sentido a toda nuestra existencia, a ese ser al que muchos llaman Dios.

Partamos de alguna definición que le dé un poco de dirección al tema que nos ocupa. De acuerdo con El Gran Diccionario de la Lengua Española de Larousse, en un sentido secular la “meditación” es la acción de pensar con detenimiento y reflexión, es también el pensamiento o idea que resulta de la consideración y estudio detenidos de una cosa. En el sentido religioso, la meditación es la forma de oración mental que consiste en la reflexión sobre un aspecto religioso. La misma fuente define “meditar” como la acción de pensar sobre una cosa con reflexión y atención, o discurrir con atención los medios para conseguir un propósito.

Notemos como el término “pensar” se vuelve casi recurrente al intentar definir la meditación. Insiste en la idea de ese pensar reflexivo y concentrado o atento acerca de algo.

Intentemos no utilizar las preconcepciones que aún permanecen en la mochila que decidimos poner a un lado. Aún no pensemos en energías, canales de comunicación, posiciones, inciensos, velas, pensamientos trascendentales, etc. Solo en el significado mismo del término. En esa acción consciente de pensar con atención con un objetivo determinado.

Considero que la desatención nos lleva a la pérdida desapercibida de infinidad de momentos y oportunidades. Esa desatención trae consigo la distracción, y la distracción, por su parte, degenera en la deslocalización de los objetivos y metas.

La velocidad de nuestro mundo no ofrece una invitación abierta a detenerse para estar atentos a pensar nuestra realidad. Un Individuo que se detiene a pensarse a sí mismo, a reflexionar sobre su realidad, a prestar atención a lo que le rodea, obtendrá múltiples ventajas y de hecho se habrá convertido en un individuo que medita. Así que ya tenemos un punto de partida, un primer paso. De hecho, todo lo que he estado haciendo mientras escribo no es otra cosa que meditar sobre la meditación. Meditar en el sentido literal de la palabra. Y he descubierto que estar atento es todo un proceso apasionante de reflexión constructiva.

Pensemos por un momento en una cristiandad atenta, una cristiandad presente y pensante. Una cristiandad reflexiva ante su realidad. ¿Qué crees que pudo haber pensado Jesús cuando en su magistral “Sermón de la Montaña” dijo: “mirad las aves del cielo…” (Mat. 6,26), o “considerad los lirios del campo…” (Mat. 6,28) o en aquella advertencia que comenzaba con la frase: “mirad que nadie os engañe…” (Mat. 24,4) ¿Por qué esa invitación a “mirar” estaba tan presente en los dichos del Maestro? ¿En qué crees que pensaba Salomón el sabio cuando escribió: “mira la hormiga oh perezoso…” (Prov. 6,6).

¿No te parece que estaban como gritando: ¡Hey, deténganse un momento y piensen! ¡Miren a su alrededor y piensen! ¡Apaguen la noticia y piensen! ¡Quítense la venda de los ojos y piensen! ¡Bajen el volumen del ruido y piensen! Parece como que gritaban ¡Hey, ustedes, los apurados de la vida, si, ustedes, estén atentos! Estén atentos a la oración que hacen, en lugar de solo parlotear frases aprendidas y huecas. Estén atentos a sus hijos que están siendo criados por las pantallas digitales. Estén atentos a sus padres que hace mucho no reciben siquiera una llamada telefónica. Atentos a los ojos de aquel que está enojado con la vida y necesita auxilio. Atentos para cubrir al que tiene frío, ayudar al que está caído, y cuidar del golpeado por la vida.

Si, meditar, meditar en el sentido más básico de la palabra, ese sería un buen comienzo. Estar atentos para amar al prójimo como a nosotros mismos, porque solo un atento descubre que tiene prójimos. Los autómatas defienden reglas y formas, los que meditan, ven personas, ven oportunidades, se ven a sí mismos, aprenden, y crecen.

Considero que repensar la meditación no solo se vuelve necesario, sino urgente.

YGC

Silenciado…

… Y le dijeron: — Habla.
Él quería hablar, disfrutaba hacerlo, y pensaba (muy para sí) que tenía cosas para decir; así que cuando le dijeron: “habla” pensó (ingenuamente) que podía hacerlo.
Entones se preparó. Leyó libros, muchos y diversos.
Hizo oraciones, largas y cortas.
Tomó cursos buenos, y otros no tanto.
Experimentaba esa mezcla entusiasta de nerviosismo y felicidad ante lo nuevo.
Entonces quien le dijo “habla” le pasó un discurso. Sí, así como lo lees, un discurso escrito por alguien, por otro, por un alguien, no sé si inteligente, pero con certeza poderoso, de esos apoderados del poder que suelen escribir discursos. … Y le dijo: —¡Habla!
Entonces ya no se sintió como una invitación, era lo más parecido a una orden.
Y él quedó debatiéndose entre lo que soñaba decir (ser) y lo que podría ser, según algunos, una oportunidad.
… Y volvió a decirle: —Habla (con voz casi angelical pero muy serio)…
Y él tomó el discurso, regresó a su casa, lo memorizó, cambió palabras sin cambiar ideas, y quienes escribían los discursos estaban tan felices, y le enviaban flores y le decían que llegaría muy lejos (quizás al lugar de los poderosos que escribían discursos)… solo que él nunca más habló, solo repetía discursos ajenos, y olvidó sus sueños, y se acomodó en y a los otros… y dejó de hablar y se conformó con repetir.

PD. No permitas que te suceda, sigue escribiendo tus discursos y atrévete a decirlo.

YGC

La Silla de Gibara.

… Mi universo, quizás pequeño, o básico para aquel que se siente vacío a pesar de haber llenado el suyo con lo mucho que hay para llenar.

Eso mucho que tiene que ver con cosas, sensaciones y lugares, pero tiene poco que ver con lo importante.
Ese vasto universo mío que me asombraba con solo pararme en la casa de La Loma y mirar una vez más aquella montaña a la que llamaban La silla de Gibara, y asombrarme nuevamente al preguntarme por qué siempre se veía gris o casi azul, cuando los árboles de mi patio eran verdes.

O por qué la lluvia siempre venía desde allá como una cascada que avanzaba desesperada sobre nuestras casitas de madera.
O por qué tenía ese nombre, porque para ser silla debía al menos tener cuatro patas, así como las viejas y poco sólidas sillas de la salita de mi casa. (Porque en ese entonces nadie me había dicho que a la montura del caballo también le llamaban silla).
Y quién podría decir que era de Gibara, si esa ciudad estaba muy lejos, allá del otro lado del mar, hacia el lado opuesto de aquella mi montaña favorita.

Y yo filosofaba sobre qué, por qué y para qué, y las respuestas de mi diálogo interno me entusiasmaban con historias fantásticas llenas de posibilidades.

Y me paraba sobre La Loma, allá en La Esperanza, y me sentía como quizás se sentía El Principito parado sobre su asteroide B-612, imaginando a dónde irían aquellos pájaros que regresaban en bandadas al atardecer, buscando lugar para dormir en los manglares, o por qué los patos peleaban con las alas en lugar de hacerlo con las patas así como lo hacían los gallos de pelea del abuelo.

Mi universo era demasiado grande como para necesitar más, mi curiosidad mucha al investigar por qué las hojas del caimito eran verdes de un lado y carmelitas del otro, o por qué las lagartijas cambiaban de color cuando se sentían perseguidas por nuestras trampas; y el asombro que me generaba aquel pañuelo de colores que salía de su garganta cuando intentaban llamar la atención de otra lagartija.

Porque a mi mente le era ajeno el necesito, el no tengo, el por qué ellos sí y yo no…

Entonces me hice  adulto…

 

YGC

Para la sopa cuchara, y para el arroz tenedor.

—Mantén la boca cerrada al masticar.

—No hables con la boca llena.

—Para la sopa cuchara y para el arroz tenedor.

Esas fueron las simples reglas de mamá.
Y todo iba bien hasta que crecí, y la complejidad comenzó a absorber a la simplicidad. El ser adulto venía acompañado con un enorme bulto de modos y formas que algunos le llamaban respeto, otros, buen gusto, y algunos, educación.

Una familia con cierto aire aristocrático y mucha tensión en los músculos faciales me invitó a cenar. De repente me vi frente a un mar de tenedores, cucharas y cuchillos.

Mamá me había educado para comer y disfrutar de la comida, pero mi forma respetuosa, pulcra y cortés en ciertos círculos no eran suficientes… y sentí que en aquella mesa lo más importante no era comer, sino especializarse en la forma de hacerlo, no se trataba de cuánto pudiera saborear el plato (con porciones muy pequeñas de hecho) sino de exigir los modos y la destreza de conocer los nombres y el orden en el protocolo. Parecía que la comida pasaba a un segundo plano, era una especie de excusa para sentarse a la mesa, porque el protocolo se había robado toda la atención.

Y quise nuevamente ser niño, y regirme por las reglas simples de mamá…

¿Qué nos sucede al crecer?

¿No sería mejor simplificar en lugar de complicar?

¿Realmente crecemos… o…?

YGC

El día en que murió Fidel.

El día en que murió Fidel, era… Un día cualquiera en la Habana.

Juan salió a la pequeña bodega de la esquina, en busca de aquel minúsculo pan que le vendían y que registraban cuidadosamente en una tarjeta, evitando así la duplicación de la venta diaria.

-Este es un gran logro de la Revolución. -me dijo Juan- (Realmente, no sé si fue una ironía o… a veces es muy difícil comprender a los cubanos).

-En Cuba, todos tenemos derecho, a por lo menos el pan de cada día- continuó hablando con cierta frustración en su voz.

Él me dijo que era pan, pero yo no estaba seguro de que lo fuera, se veía duro, compacto y seco. El tendero lo sacó de una caja (no muy pulcra) y lo tomó con la misma mano (sin guante) con la que lo vi rascarse debajo de su camisa.

-Así que murió el Comandante- Dijo el flaco personaje con voz cuasi serena.

-Sí- Contestó Juan, sin apartar la mirada de su pan alienígena; y salimos.

De regreso a casa, allí estaban los habituales jugadores de dominó, discutiendo la última jugada de Pedro, quien había ocultado el 6/5, para cerrar con «capicúa».

En cada casa, casi sin excepción, se escuchaba la radio o la TV con el único tema del día: “Fidel ha muerto”… pero algo raro pasaba con la gente… casi nadie hablaba… y quien lo hacía, parecía estar participando de una obra de teatro, en la que lloraban la muerte de Nerón.

YGC